Vea Ud, amigo Moro, cuánto lo he cansado con mis palabras; sonrojaríame de haber hablado tanto tiempo si no lo hubiera hecho por su insistente petición y por haberme parecido que escuchaba Ud mi relato como sin querer perder nada de él. Habría podido ser algo más breve, mas he preferido relatar toda la historia, para referir los juicios de los comensales, quienes habían comenzado por despreciar mis palabras mas se pusieron a ensalzarlas al descubrir que al Cardenal no le resultaban desacertadas. [...]

--Amigo Rafael --le contesté-- mucho gusto me ha dado oír a Ud; sus palabras son amables y prudentes. Parecíame regresar no sólo a mi país, sino también a la infancia por el feliz recuerdo de aquel Cardenal, en cuyo palacio me eduqué durante la niñez. No se imagina Ud cuánto más grato me es ahora, al evocar a aquel hombre a quien tan celosamente favorece Ud, a pesar de serme ya tan agradable antes.

Sin embargo, eso no modifica mi opinión de que, si se esforzara Ud en no execrar las cortes de los príncipes, sus consejos podrían ser allí muy útiles a la cosa pública. Ningún deber lo obliga más que ése de ser un buen ciudadano, según la opinión de su amado Platón de que sólo serán felices los pueblos cuando los filósofos se conviertan en reyes y los reyes en filósofos. ¡Cuán lejana está todavía semejante dicha, si los filósofos no se dignan ayudar a los reyes con sus consejos!

--Los filósofos --contestó él-- no son tan egoístas que rehúsen hacerlo; es más: muchos lo han hecho en sus libros, bajo la condición de que quienes gobiernan accedan a seguir sus consejos. Mas, con lúcida cautela, ya previó Platón que, a menos de ser filósofos, los reyes no se adherirán a los consejos de los sabios, estando --como está-- empapado su ánimo de ideas perversas desde la infancia, de lo cual el propio Platón pudo percatarse con Dionisio. Si yo propusiera sabias medidas en la corte de cualquier monarca, si procurase extirpar de su reino los gérmenes de graves males, ¿no cree Ud que me expulsarían o se mofarían de mí?

Suponga Ud que me encontrara al lado del rey de Francia y que formara parte de su consejo secreto, en el cual el rey preside el círculo de sus políticos más sagaces que tratan de cuestiones de gran importancia: mediante qué chanchullos y añagazas se conservará Milán; cómo podrá retenerse ese reino de Nápoles que tiende a escaparse una y otra vez; o cómo será factible destruir la República de Venecia; cómo se subyugará a Italia entera; por último, cómo se apoderará el rey de Flandes, Brabante y toda la Borgoña, sin contar otros Estados cuya invasión ya se ha proyectado.

Uno propone concertar con los venecianos un tratado que durará mientras sea oportuno, ofreciéndoles una parte del botín, que se recobrará en cuanto haya concluido la conchabanza según sus designios. Otro aconseja reclutar mercenarios alemanes; un tercero, sobornar a los suizos. La opinión de éste es granjearse la voluntad del Emperador mediante un pago de oro. La de aquél, pactar con el rey de Aragón, cediéndole en prenda el reino de Navarra, que pertenece a un tercero, mientras otro estima que hay que ganarse al príncipe de Castilla con la esperanza de una alianza procurándose antes para ello los buenos oficios de algunos grandes de la corte, a quienes, sin duda se comprará con una pensión.

Asoma entonces el meollo de la cuestión: Inglaterra. Acuérdase negociar la paz, anudando, con los más firmes vínculos, una unión siempre débil. Se llamarán `amigos', mas desconfiarán como si fueran enemigos. Se mantendrá siempre preparados, cual atentos centinelas, a los escoceses, quienes, acechando cualquier ocasión, al menor movimiento de los ingleses podrán abalanzarse sobre ellos. Se mantendrá también en oculta reserva --oponiéndose los tratados a hacerlo abiertamente-- a algún noble personaje que aspire al trono, con lo cual se tendrá sujeto al soberano de quien se sospecha.

Suponga Ud que, en medio de tal cúmulo de problemas, ante tantos dignatarios que porfían, a cuál más, a favor de soluciones bélicas, me levantara yo, un hombre modesto, para forzarlos a cambiar de orientación, aconsejando evacuar Italia y quedarse en casa --pues Francia es tan grande que casi no puede ser administrada cómodamente por un solo hombre y el rey no ha de pensar en añadirle nuevos territorios.

Si pudiera, por ejemplo, mencionaría el acuerdo de los acorianos, pueblo situado frente a la isla de Utopía, hacia el Euronotos, los cuales guerrearon en otros tiempos porque su rey, en virtud de una antigua alianza, pretendía la sucesión al trono de un reino vecino. Tras conquistarlo, se percataron de que costaba tanto esfuerzo conservarlo como adueñarse de él, ya que proliferaban los intentos de revueltas interiores o de incesantes intervenciones foráneas, sin haber posibilidad de licenciar al ejército, con lo cual se iba al exterior todo el dinero recogido en el país y se vertía la sangre propia por la vanaglora ajena, sin que estuviera asegurada la paz en ningún lado, sino que la guerra había depravado las costumbres trayendo la afición al saqueo e incentivando la audacia de matar; no se cumplían las leyes, porque el rey, dividiendo su atención entre dos reinos, no podía consagrarse enteramente a ninguno de ellos. Comprendiendo los acorianos que tales desastres no tendrían fin, congregáronse en asamblea y, con todo respeto, pusieron al rey en la alternativa de escoger entre ambos reinos el que quisiera, haciéndole ver que no podía ejercer ambos poderes, toda vez que eran demasiado numerosos para poder ser gobernados por medio rey, al igual que nadie consentiría en compartir con otro los servicios de un mismo caballerizo. Así emplazado, ese buen príncipe se vio constreñido a contentarse con su antiguo reino y a abandonar el nuevo a uno de sus amigos, quien, por otra parte, fue pronto destronado.

Si yo, además, probara que todas esas ocasiones de guerra, al conmover tantas naciones, dejan exhaustos los erarios, destrozan a los pueblos y --terminen como teminen-- siempre resultan vanas, mientras que, por el contrario, el rey habría de cuidar el reino de sus mayores, haciéndolo florecer; si propugnara que él ame a sus súbditos y se haga amar de ellos, que viva entre ellos y los rija con suavidad y deje en paz a los demás reinos cuando el que uno posee basta y sobra, ¿con qué oídos cree Ud que se escucharía semejante discurso, amigo Moro?

--No muy favorablemente --le contesté.

--¡Sigamos, pues! --continuó diciendo Rafael--. Cuando el rey y sus consejeros deliberan y averiguan cómo aumentar el tesoro, el uno propone subir el valor nominal de la moneda cuando se trata de pagar y bajarlo cuando se trata de cobrar; así se podrán hacer grandes gastos con muy poco dinero y recaudar muchísimo cuando debería recibirse poco; otro aconseja simular una guerra inminente y que --en cuanto se haya cobrado un tributo impuesto con ese pretexto-- el príncipe haga celebrar la paz, con toda gala y fausto religiosos, cuyo esplendor deslumbrará al pueblo llano, dándole reputación de príncipe piadoso que ahorró la sangre de sus súbditos; un tercero sugiere que se pongan de nuevo en vigor viejas leyes, tan anticuadas por un largo desuso que ya están apolilladas: como nadie se acuerda de ellas y todo el mundo las ha infringido, se impondrán como sanciones las multas que en ellas se prevén; recurso ése de los más lucrativos y decorosos, porque se enmascara como justicia; otro, entonces, piensa que han de prohibirse, bajo pena de fuertes multas, una serie de conductas, sobre todo las que no son útiles para el pueblo: aquellos cuyos intereses vinieran así perjudicados serían eximidos de las prohibiciones mediante dispensas pecuniarias; con lo cual el soberano sería querido por su pueblo y lograría una doble ganancia: por un lado, el dinero de los que, en aras del lucro, hubieran cometido transgresiones; y, de otro, el de las dispensas. Cuanto más alto fuera el precio de semejantes exenciones, tanto más se miraría al rey como un monarca que no consiente que se perjudique a su pueblo sin pagar por ello una suma considerable.

Otro propone ganarse a los jueces para que en todos los pleitos sostengan los derechos de la Corona; serán convocados a palacio, invitándoselos a debatir en presencia del rey acerca de los procesos que a dichos intereses se refieran; así no habrá causa tan inicua que no haya alguien a quien se le ocurra cómo sacarla adelante con alguna triquiñuela --ya sea por llevar la contraria, o por no repetir lo que ya haya dicho otro, o por complacer al monarca. Mientras esos jueces, en esa deliberación, ponen así en duda la verdad, se consiente al monarca dar a la ley una lectura sesgada, en provecho propio; la vergüenza o el temor empujan a los demás a sumarse a tales dictámenes; así, a la postre, se dictará osadamente sentencia en los tribunales. No faltan motivos para pronunciarse a favor del príncipe, ya que le basta tener a su favor, ora la indiferencia, ora la letra de una ley, ora un texto complicado, ora --y esto, en última instancia, tiene más poder que todas las leyes en el ánimo de jueces escrupulosos-- el principio incontestable de la potestad regia. Esos consejeros están de acuerdo en la máxima de Craso, a saber: que el rey que mantiene un ejército no posee nunca bastante dinero; que no puede cometer injusticia alguna, aunque quiera; que es dueño absoluto de todos los bienes y aun de las personas de sus súbditos; y que éstos poseen lo que poseen sólo mientras no se lo quite la benignidad regia; que, cuanto menos posean los súbditos, tanto mejor será para el soberano, cuya seguridad estriba en que su pueblo no goce en exceso de riquezas ni de libertad, ya que tales cosas hacen a la gente menos paciente para soportar mandatos rigurosos e injustos, mientras que, por el contrario, la miseria y la pobreza debilitan los ánimos y los hacen pacientes, ahogando en los oprimidos todo aliento de rebeldía.

Suponga Ud que en tal momento alzo mi voz de protesta y digo: «Tengo por nefastos y bochornosos todos los consejos que acaban Uds de dar al rey, para quien la gloria y la seguridad consisten en enriquecer a su pueblo más que a sí mismo. Los hombres hicieron a los reyes para su propio bien, no para el de éstos; para poder vivir tranquilamente de su trabajo y sus afanes al abrigo de contratiempos. Es, pues, deber del soberano velar más por la prosperidad de su pueblo que por su felicidad personal, como el pastor, que tiene que cuidar de su rebaño y no de sí mismo, que para eso es pastor. Cometen una gran equivocación quienes se figuran que la miseria del pueblo es garantía de paz para el Estado, ya que ¿dónde abundan más las rencillas que entre los mendigos? ¿Quién se afana con mayor deseo en cambiar el orden social que quien está disconforme con su condición presente? Y ¿no es el más atrevido de los rebeldes quien espera ganar algo porque ya no tiene nada que perder?

Un rey, que sea sólo odiado o envidiado hasta el extremo de no mantenerse más que a fuerza de ultrajes y atropellos, empobreciendo a sus súbditos, haría mejor en abdicar sin demora del trono en lugar de acudir, para mantenerlo, a procedimientos con los cuales, aunque conserve el título, perderá sin duda alguna la majestad a él inherente. No es propio de la dignidad de un soberano reinar sobre un pueblo de miserables, sino que a tal dignidad corresponde ejercer el poder sobre gente rica y feliz. Bien lo sabía Fabricio, aquel hombre de descollante mérito, al decir que prefería mandar a los ricos que ser rico. Y ciertamente, cuando uno es el único que vive en el lujo y los placeres al paso que a su alrededor todo son quejas y llantos, actúa uno como celador de una cárcel, no de un reino.

Por último, igual que un médico es un inútil si no sabe curar una enfermedad sin producir otra, a quien no sabe gobernar la vida de sus súbditos más que privándolos de todas las comodidades de la existencia no le es lícito mandar a hombres libres, habiendo de corregirse su torpeza y su soberbia, pues éstas son vicios que han de excitar a que el pueblo lo aborrezca o lo desprecie. ¡Viva honestamente con lo suyo, adapte sus lujos a sus ingresos, reprima los crímenes y prevéngalos mediante prudentes instituciones, en lugar de dejarlos posperar para luego castigarlos! ¡No resucite sin motivo leyes abolidas por el desuso --y, sobre todo, aquellas que, olvidadas desde hacía tiempo, no sean necesarias en modo alguno! ¡No exija jamás por delito alguno el pago de cantidades que un juez, en pleito privado, consideraría inicuas y abusivas si hubieran de pagarse a un particular!»

Expondría entonces a los miembros del Consejo la ley de los macarienses, quienes habitan no lejos de Utopía, cuyo rey, el día de su advenimiento al trono, después de ofrecer grandes sacrificios, se obliga por juramento a no poseer nunca en su tesoro más de mil libras de oro, o la suma equivalente en plata. Los macarienses dicen que esa ley fue promulgada por un excelente soberano, quien se preocupó más de los intereses de su patria que de sus propias riquezas, como si quisiera poner obstáculos a la acumulación de un tesoro tan grande que tuviese por consecuencia la miseria del pueblo. Consideraba que aquella suma bastaría en caso de tener que luchar contra rebeldes o contra una invasión enemiga, al tiempo que no llegaría a provocar la codicia ajena de invasión, lo cual fue la causa fundamental que lo incitó a dictar tal ley. pero el motivo más inmediato fue el deseo de que no faltara dinero para las cotidianas transacciones de los ciudadanos; como al rey le es menester repartir dinero, pensaba que, distribuyendo todo lo que rebasara el nivel legítimo del tesoro, evitaría ocasiones de injusticia. Semejante rey sería temido por los malos y amado por los buenos.

Si dijera esto, y otras cosas semejantes a los implacables partidarios de métodos totalmente opuestos ¿no sería como hablar a los sordos?

--Sería, sin duda, hablar a sordísimos --le contesté--; mas no me sorprende; pues, a decir verdad, de nada sirve discutir semejantes cosas ni dar tales consejos cuando se está seguro de que jamás se aceptarán. ¿Cómo podría influir útilmente tan inusitada argumentación en ánimos tan reacios a ella y tan profundamente imbuidos de las teorías contrarias? No está de más la filosofía escolástica entre amigos reunidos en conversación, mas no son sitio apropiado para tales cosas los consejos de los príncipes, donde se tratan con autoridad importantísimos problemas.

--Por esto --contestó Rafael-- he dicho yo que no hay lugar para los filósofos en la corte.

--Sin duda --le repliqué--, y es verdad que la filosofía escolástica, que cree poder ordenarlo todo, no puede aplicarse en todas partes; mas existe otra filosofía más sociable, que conoce el teatro del mundo, sabiendo amoldarse a él, y que juega, gustosa y adecuadamente, el papel que se le ha asignado en la obra. Tal filosofía es la que ha de practicarse.

Si Ud, en la representación de una comedia de Plauto, cuando aparecen chanzas o burlas de esclavos, apareciera en el escenario con traje de filósofo, y se pusiera a declamar aquel pasaje de la Octavia en que Séneca discute con Nerón, ¿no sería mejor jugar en la obra un papel mudo en lugar de convertirla en tragicomedia recitando versos que no son del caso? Estropearía Ud el espectáculo mezclando en él un elemento tan diferente, aun cuando lo que añadiera fuese de calidad superior. Sea cual fuere la obra representada, ¡encarne su personaje del mejor modo posible, y no perturbe el conjunto cuando recuerde algún fragmento más inspirado de otra!

Sucede lo propio en los asuntos estatales y en los consejos de los príncipes. Aunque no pueda Ud extirpar las opiniones malvadas ni corregir los defectos usuuales, no por ello debe desentendese del Estado y desertar la nave en la tormenta, por no poder domeñar los vientos. Tampoco es válido sostener una doctrina insólita y desusada ante personas que profesen opiniones diversas y a quienes no quepa persuadir; es menester que siga Ud una vía oblicua y que procure arreglar las cosas con sus fuerzas; y, si no logra realizar todo el bien, esforzarse al menos en disminuir el mal. Porque no es posible que las cosas vayan perfectamente salvo si son buenos todos los hombres, lo cual no creo que suceda hasta dentro de muchos años.

--De ese modo --replicó Rafael-- sólo puede suceder que, al dedicarme a cuidar la locura de los demás, me vuelva loco como ellos. Cuando deseo decir verdades, tengo que decirlas. No sé si decir embustes es propio de un filósofo, mas ciertamente no lo es de mí. Mis palabras parecerán, sin duda, molestas o desagradables, mas no veo que deban parecer absurdamente extrañas. Suponga Ud que les explicara lo que finge Platón en su República, o lo que está vigente entre los utópicos; lo cual, aunque fuese, como lo es, mejor que lo nuestro, a ellos les parecería fuera de lugar, como, por ejemplo, que aquí domine el régimen de la propiedad privada, mientras que allí todos los bienes son comunes. Sin duda mis palabras no pueden agradar a quienes se han propuesto adentrarse fogosamente en el camino contrario, ya que pormenorizadamente muestran los peligros que acechan en éste; sin embargo, ¿qué contienen que no sea conveniente y oportuno afirmar en cualquier lugar? Si debemos callar, cual si se tratara verdaderamente de cosas peregrinas o absurdas, cuanto hacen juzgar inoportuno las pervertidas costumbres de los hombres, tendríamos que ocultar a los cristianos la mayor parte de lo que enseñó y prohibió Cristo, todas las cosas que Él susurró a los suyos ordenándoles que las proclamaran desde las azoteas. Las más de ellas difieren mucho de la manera de vivir actual, como ya lo he expuesto extensamente. En verdad, parece que los predicadores, hombres sutiles, han seguido los consejos de Ud; comprendiendo que los hombres no se avenían a las normas establecidas por Cristo, las han adaptado a los usos, como si fueran reglas de plomo, para conciliarlas de alguna manera. Con ello no creo que se haya avanzado nada, salvo el poder obrar mal con mayor tranquilidad; tampoco sería yo de utilidad alguna en los consejos de los príncipes, ya que, si opinara de manera diferente de como lo hacen los más, sería como si no opinase; y si del mismo modo, respaldaría su locura, como dice el Mición terenciano.

No veo diferencia entre eso y la vía oblicua que Ud sugiere según la cual habría que procurar, a falta de poder realizar el bien, evitar el mal por todos los medios posibles. Mas no hay ahí lugar para disimulos, ni es posible cerrar los ojos. Hay que aprobar las peores decisiones y suscribir los decretos más repugnantes. Pasa por ser un espía, casi un traidor, quien no ensalce las medidas malvadamente aconsejadas. Por consiguiente, no hay cómo realizar ninguna acción benéfica, ya que es más verosímil que el mejor de los hombres sea corrompido por sus colegas que no que los corrija, ya que el perverso trato con éstos, o bien lo deprava, o bien lo fuerza a disfrazar su integridad y su inocencia con la maldad y la necedad ajenas. ¡Tan inalcanzable es el resultado propuesto por el camino oblicuo que sugiere Ud!

Por eso Platón, con una bellísima comparación, explica por qué los sabios se mantienen alejados de los negocios públicos. Cuando ven a la multitud que se esparce por las calles bajo un chaparrón y no consiguen persuadirla de que se ponga bajo techo, percatándose de lo inútil que es salir y mojarse como los demás, se quedan en casa, contentos de hallarse a cubierto, ya que no pueden curar a los demás de su estupidez. No menos cierto me parece, amigo Moro, --para no ocultarle mi punto de vista-- que donde exista la propiedad privada, donde todos se midan por el dinero en todas las cosas, apenas se podrá lograr nunca que el Estado se rija equitativa y prósperamente, a menos que consideremos que está regido con justicia un Estado en el cual lo mejor pertenece a los peores, o que está dichosamente gobernado un país en el cual unos pocos se reparten todos los bienes, gozando de todas las comodidades, al paso que los más yacen en la miseria.

Así juzgo razonabilísimas y perfectamente legítimas las instituciones de los utópicos a quienes unas pocas leyes bastan para asegurar un excelente gobierno, donde el mérito es recompensado, donde la distribución igualitaria posibilita que todos disfruten la abundancia general. Al comparar esas costumbres con las de nuestros países, donde siempre se están promulgando leyes para la buena administración, pese a lo cual nunca se alcanza ésta suficientemente, donde cada uno llama `suyo' a lo que posee y todas las leyes susodichas no bastan para adquirir ni para asegurar los bienes, ni para deslindarlos de los otros, quienes también aducen sus derechos de propiedad privada --prueba de lo cual es el sinfín de pleitos que incesantemente surgen y que no acabarán nunca; cuando considero todo eso, digo, le doy la razón a Platón, no extrañándome de que rehusara hacer leyes para quienes no aceptaran la división equitativa de los bienes entre todos. Aquel hombre lleno de prudencia preveía con claridad que no hay más medio de salvar a un pueblo que la igualdad de bienes, cosa que no veo cómo pueda lograrse mientras exista la propiedad privada.

En efecto, como a cualquiera le es dado basarse en títulos positivos para adueñarse de todas las riquezas que pueda, unas pocas personas se las reparten, por abundantes que sean, y a los demás sólo les dejan la pobreza, sucediendo a menudo que los pobres son más dignos de la fortuna que los ricos, ya que éstos son avariciosos, inmorales e inútiles, al paso que aquéllos son humildes y sencillos, siendo su trabajo cotidiano más beneficioso para el Estado que para ellos mismos.

Por eso estoy persuadido de que es equitativo y justo repartir los bienes, sin que quepa alcanzar la felicidad humana más que por la abolición de la propiedad. Mientras ésta persista, los más de los mortales --incluidos los mejores-- sufrirán la necesidad y las zozobras de la miseria con todas sus inevitables cargas; situación que, aunque pueda mejorarse algo, no puede remediarse radicalmente.

Si se impusiera, al menos, que nadie posea más de una determinada extensión de tierra o suma de dinero que se fijaran legalmente; que ni el príncipe sea en extremo poderoso ni el pueblo demasiado engreído; que los magistrados no recibieran sus cargos por favor cortesano, ni tuvieran que acudir a sobornos o desembolsos --con lo que se da pie a que se procuren dinero con fraudes y prevaricaciones-- ni fueran designados entre los más ricos (en lugar de que se escoja a los mejores y más competente); si todo eso se estableciera, tales leyes --parecidas a los remedios con que se trata de reanimar un cuerpo gravemente enfermo-- podrían aliviar los males del cuerpo social; mas no hay esperanza alguna de sanarlo ni de devolverle la salud mientras se mantenga la propiedad privada. Tratando de curar un miembro se causará daño a otro. Así la curación de uno provoca la enfermedad de otro, puesto que nada puede darse a uno sino quitándoselo a otro.

--Yo --le contesté-- creo, por el contrario, que no podría vivir feliz donde todas las cosas fueran comunes, ya que ¿cómo se incrementarán las riquezas si todos se abstienen de trabajar? Sin existir el estímulo de la ganancia, descansándose así sobre el esfuerzo ajeno, cuando todos se vean ahogados por la miseria, el no poder conservar cada uno los bienes que haya adquirido ¿no producirá fatalmente incesantes asesinatos y disturbios? Tampoco me imagino qué lugar ocuparían los magistrados entre hombres que no admitieran ninguna distinción entre ellos y les denegaran su autoridad y el respeto que les es debido.

--No me extraña su opinión --contestó--, pues se ve claramente que no tiene Ud idea de un Estado semejante, o que sólo tiene una idea falsa; mas si hubiera estado conmigo en Utopía, si hubiera contemplado sus usos y sus instituciones, como lo hice yo, viviendo allí más de un lustro, --y no me habría marchado de no ser con intención de revelar la existencia de aquel nuevo mundo--, reconocería sin duda que no se halla en lugar alguno pueblo tan bien administrado como aquél.

--No me persuadirá Ud fácilmente --dijo Pedro Egidio-- de que exista en aquellas nuevas tierras una nación mejor gobernada que las del mundo que conocemos, donde no hay talentos menores que allí; creo que nuestros Estados, que son más antiguos, contienen, gracias a la experiencia, muchas cosas que hacen grata la vida, sin hablar de aquellos hallazgos debidos al azar y que ningún talento podría concebir.

--En lo tocante a la antigüedad de los Estados --dijo Rafael--, podría Ud pronunciarse más justamente cuando haya estudiado las crónicas de aquel mundo; y, si les diera crédito, sabría que existieron allí ciudades antes que hombres entre nosotros.

Los inventos del talento y los debidos a la casualidad pueden producirse tanto aquí como allí. Por otro lado, tengo para mí que, si bien estamos mejor dotados que ellos de talento, en actividad y laboriosidad nos llevan larga ventaja.

Según sus anales, no oyeron hablar jamás de nuestro mundo, que llaman `ultraequinoccial', antes de nuestra llegada; mas hace más de mil doscientos años cierto navío naufragó en las costas de Utopía, desviado hasta allí por la tempestad. Algunos egipcios y romanos fueron lanzados a las costas de aquella tierra que nunca habrían de abandonar.

¡Vea Ud los beneficios que obtuvo de tal acontecimiento el esfuerzo de los utópicos! No hubo arte ni oficio de los practicados en el Imperio Romano que, siéndoles útil, no aprendieran de esos huéspedes, o no investigaran luego, tras haber recibido esa base. ¡Tan provechosa les fue aquella única visita de extranjeros! Si, por un azar similar, alguno de los suyos arribó acá, se ha perdido el recuerdo del mismo modo que quizá los descendientes de los actuales utópicos desconocerán siempre que yo he vivido entre ellos.

A poco de haber entablado relaciones con ellos, habían hecho suyos nuestros mejores inventos; mas creo que pasará mucho tiempo antes de que adoptemos aquello que sus instituciones tienen de superior a las nuestras. Y ésa es la principal causa de que su República --por más que no seamos inferiores a ellos en inteligencia ni en riqueza-- esté mejor organizada que nuestros estados y de que florezca con mayor bienestar.

--Entonces, amigo Rafael --le dije--, le suplico a Ud que nos describa esa isla. No se preocupe de ser breve. Al revés, ¡muéstrenos sucesivamente campos, ríos, ciudades, hombres, usos, instituciones, leyes y cuanto crea que puede interesarnos! Y ha de creer que nos interesa lo que desconocemos.

--Nada haré con más placer, pues lo tengo bien presente --contestó--; mas el asunto requiere tiempo.

--Vamos, pues, a almorzar --le dije-- y luego dedicaremos el tiempo que nos parezca.

--Sea --contestó.

Y nos fuimos a almorzar. Habiendo regresado al mismo lugar, sentámonos en el mismo banco; tras dar a los criados la orden de que no se nos molestara, Pedro Egidio y yo pedimos a Rafael que cumpliera su promesa. Viéndonos atentos y ávidos de oírlo, tras una pausa y meditación, inició su relato de este modo: [...]


[...]

Les he descrito --lo más fielmente que me ha sido posible-- las instituciones de la que juzgo no ya la mejor república, sino la única que merece ser denominada `República'.

Cuando en algún otro lugar hablan del interés público, tan sólo se preocupan por intereses privados. Allí, no habiendo nada privado, se cuidan de veras de los asuntos públicos. En uno y otro caso hay motivos suficientes para ello. En los demás países ¿quién desconoce que, si no se ocupa uno de sus propios intereses, correrá el peligro de morirse de hambre aunque la sociedad sea floreciente? Vense, pues obligados todos a preocuparse más de sí que del pueblo, es decir, de los demás.

En cambio, en Utopía, donde todo es de todos, no teme nadie que pueda llegar a faltarle lo personalmente necesario, a condición de que contribuya a que estén llenos los graneros públicos. No se hace maliciosamente el reparto de los bienes; no hay pobre ni mendigo alguno; y, si bien nadie tiene nada, todos son ricos.

Pues, ¿quién puede ser más rico que el que lleva una vida tranquila y alegre, exenta de preocupaciones? No tiene que temer por el sustento, ni ser molestado por las reclamaciones de su esposa, ni temer la pobreza para su hijo, ni ansiar una dote para la hija, y tener que asegurar la vida y la felicidad de todos los suyos, esposa, hijos, nietos, bisnietos y tataranietos, y la más larga descendencia, porque tal espera de su generosidad. Y más aún cuando tales ventajas no sólo afectan a los que trabajan, sino a aquellos que trabajaron en otro tiempo y hoy se encuentran inválidos.

Quisiera que alguien se atreviera a comparar con esa justicia la de otros países, donde moriría uno antes de hallar el menor vestigio de justicia y de equidad. Porque ¿qué clase de justicia es aquella que permite que cualquier aristócrata, banquero, financiero --u otro de esos que no hacen nada, o nada que tenga gran valor para el bien público-- lleve una vida holgada y suculenta, en el ocio o en ocupaciones superfluas, al paso que el obrero, el carretero, el bracero y el labriego han de trabajar tan dura y asiduamente como bestias de carga --a pesar de que su labor sea tan útil que sin ella ningún estado duraría ni un año--, soportando una vida tan mísera que parece mejor la de los burros, cuyo trabajo no es tan incesante y cuya comida no es mucho peor, aunque el animal la encuentre más grata y no tema el porvenir?

Mas a los obreros aguijonéalos la necesidad de un trabajo infructuoso y estéril y los mata la premonición de una vejez indigente, puesto que el jornal cotidiano es tan escaso que no basta para el día, imposibilitando que puedan aumentar su fortuna guardando algo cada día para asegurar su vejez.

¿No es ingrato e inicuo el estado que a los nobles --así los llaman--, a los banqueros y demás gente holgazana o aduladora, les prodiga tantos placeres frívolos y sofisticados y tantas riquezas, al paso que mira impasible a los campesinos, carboneros, peones, carreteros y obreros, sin los cuales no existiría ningún estado?

Tas abusar de su trabajo mientras están en sus mejores años, el estado --cuando más tarde están abrumados por los años o por una enfermedad que los priva de todo--, olvidándose de tantos desvelos, de tantos servicios prestados por ellos, los recompensa, en el colmo de la ingratitud, con la muerte más miserable.

¿Qué diré de los ricos que achican el salario de los pobres un poco más cada día, no sólo fraudulenta y ocultamente, sino también de modo público y legal? Y así, la injusticia en que consistía pagar tan mal a los que más merecían de la sociedad, se erige --por obra de esos perversos-- en justicia, al venir sancionada por una ley.

Cuando veo esos Estados que hoy día florecen por doquier, no hallo en ellos (¡y que Dios me perdone!) más que la conjura de los ricos, que hacen sus negocios so pretexto del estado. Inventan y amañan todos los artificios posibles, tanto para retener --sin temor de perderlos-- los bienes mal adquiridos cuanto para adueñarse, con el menor precio posible, de los frutos del trabajo de los pobres, abusando de ellos como de burros. Y tales añagazas las promulgan como ley los ricos en nombre de la sociedad y, por lo tanto, también en el de los pobres.

Sin embargo, esos hombres pérfidos, aun después de haberse repartido, con insaciable avidez, lo que bastaría a las necesidades de todos, ¡cuán lejos se hallan de la felicidad de la República de Utopía!

Allí, suprimido el uso del dinero y con él la avaricia, ¡cuántas tribulaciones se evitan y cuántos crímenes se cortan de raíz! Pues ¿quién ignora que, eliminándose el dinero, no se producirían fraudes, robos, rapiñas, riñas, tumultos, sediciones, asesinatos, traiciones, envenenamientos --castigados mas no evitados con suplicios? Y así, extinguiríanse, al mismo tiempo que el dinero, el sobresalto, la alarma, los afanes, los desvelos, y también disminuiría la misma pobreza, única que parece necesitar el dinero, desapareciendo éste.

Para que quede eso más claro, recuérdese algún año estéril e infecundo en el cual se hayan muerto de hambre muchos miles de hombres. Si se hubieran abierto los graneros de los ricos, habríase hallado en ellos tanto grano que, repartido entre los que perecieron de hambre y de indigencia, nadie habría notado las inclemencias del cielo y de la tierra.

¡Así de fácil sería dar sustento a todos si no fuera por el bendito dinero, inventado para abrirnos el camino de la abundancia, pero que en realidad nos lo cierra!

No dudo de que hasta los ricos están de acuerdo con eso y no ignoran que mejor situación es no carecer de nada necesario que poseer en abundancia cosas superfluas, siendo preferible evitar numerosos males que sentirse oprimido por demasiadas riquezas.

Tampoco me cabe duda de que, sea por interés de cada uno, sea por obediencia a la autoridad de Cristo --quien, en su infinita sabiduría, no pudo ignorar qué es lo mejor, y en su bondad sólo pudo aconsejar lo que mejor fuera--, todo el mundo habría aceptado fácilmente las leyes de aquella república, de no lo impedirlo esa fiera, soberana y madre de todas las plagas, que es la soberbia, la cual no mide su prosperidad por el bienestar personal, sino por la desgracia ajena.

La soberbia no podría endiosarse si no hubiera miserables a quienes poder aplastar y vejar, cuya miseria realza la felicidad de los soberbios; si la exhibición de la opulencia propia no oprimiera e irritara a los pobres.

Esa infernal sierpe, arrastrándose por los pechos de los mortales, los retrae como una rémora, impidiéndoles encontrar el camino hacia una vida mejor. Además está tan afincada en el corazón humano que es difícil extirparla.

Alégrome de que la forma de Estado que yo deseo para todos la hayan encontrado los utópicos, quienes, gracias a las instituciones que han adoptado, han constituido una república que no sólo es la más feliz, sino también perdurable, en la medida en que es humanamente conjeturable.

Extirpadas, junto con los demás vicios, las semillas de la ambición y la rivalidad, no acecha peligro alguno de esas discordias civiles que han causado la ruina de tantos estados poderosos. Asegurada así la concordia civil y la solidez de sus instituciones, impídese que perturbe o conmueva su estado la envidia de los príncipes vecinos, ya muchas veces rechazada.

Cuando Rafael hubo acabado de hablar, recordé muchos detalles que me habían parecido absurdos en las leyes y costumbres de aquel pueblo, no sólo en su manera de guerrear, sus cultos, sus ideas religiosas y las demás instituciones, sino también --y más en particular-- en la base principal de todas ellas: la vida y el sustento en común, sin ninguna circulación de moneda, lo cual destruye toda la nobleza, magnificencia, esplendor y majestad que, según la opinión general, constituyen la honra y el adorno de los estados.

Pero, percatándome de que estaba fatigado de hablar y no sabiendo si aceptaría fácilmente la discusión --sobre todo por recordar que había reprochado a todos el hacerlo por temor a pasar por tontos si no hallaban argumentos que oponer a las ideas ajenas--, lo tomé de la mano llevándolo a cenar, elogiando las instituciones de los utópicos y su explicación.

Pensé que en otro momento tendríamos tiempo para meditar con mayor hondura acerca de aquellos problemas y discutirlos con mayor detallade, lo cual ¡ojalá suceda pronto!

Entre tanto, y aun sin poder asentir a todo lo que dijo, aunque sea un hombre cultísimo y un profundo conocedor de lo humano, confesaré gustoso que hallo en la República de Utopía muchas cosas que deseo, más que espero, ver realizadas en nuestros Estados.




mantenido por:
Lorenzo Peña
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Director de ESPAÑA ROJA