¿DESARROLLO ES IGUAL A POBREZA?

Orlando Oramas León{12}NOTA_al_pie

Se acaba el año y en más de una capital latinoamericana la ocasión será propicia para informes de gobierno. Las estadísticas, lo más seguro, indicarán que el Producto Interno Bruto creció en equis por ciento, lo cual debería constituir motivo de satisfacción.

Lo que han dicho las autoridades no es mentira, como tampoco si afirman que durante su gestión la inflación bajó también un tanto por ciento, además de otras estadísticas en el entorno frío de los números.

Tales noticias alegrarán a aquellos que se han beneficiado de las prácticas económicas en boga en el continente, como también a los organismos crediticios internacionales que operan bajo condicionamientos para impulsar e imponer el recetario reconocido como neoliberalismo.

En esencia lo más usual es que el país en cuestión creció en los perímetros de la llamada macroeconomía, pero de ello no se enteró aquella absolutamente mayoritaria parte de la población, léase la que superpobló las favelas y ciudadelas, los nuevos desempleados, quienes perdieron el acceso al sistema de salud, en fin, aquellos que viven del lado feo del neoliberalismo, sus más olvidadas víctimas.

DEL OTRO LADO DEL NEON

Pero para millones de familias latinoamericanas el advenimiento de 1998 no trae nuevas esperanzas, sobre todo si las otras estadísticas, también válidas, indican que el ritmo promedio anual en la caída del salario latinoamericano es del 3,8 por ciento.

La pérdida del poder adquisitivo va acompañada de pronósticos sombríos en cuanto al empleo. Mientras el sector productivo de la economía cada vez emplea a menos, crece el informal, que hoy día abarca a casi el 50 por ciento de la masa trabajadora en el continente, de la que buena parte no accede a los beneficios de la seguridad social.

La privatización de las empresas públicas arroja como saldo inmediato el incremento del ejército de desempleados, incluso de profesionales que ingresan en la categoría de los nuevos pobres. La preconcebida reducción del papel del Estado lleva consigo que sus ingresos también decrecen y con ello los gastos sociales, hoy comparativamente menores en relación con la década de los 70.

Con la licitación del sector estatal aparecen cada vez más escándalos políticos y de corrupción, no separados del proceso de concentración de la riqueza y expansión de la pobreza.

Según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), América Latina es donde con mayor desigualdad se distribuye la riqueza y lo grafica con este dato: el 20 por ciento más rico es 15 veces más rico que el 20 por ciento más pobre.

Las posibilidades de revertir tal situación se hacen aún más difíciles, en la medida en que la propia ola neoliberal y la globalización de la economía convierten a los ejecutivos, más que en servidores nacionales, en instrumentos de intereses foráneos.

Baste decir que la deuda externa latinoamericana crece en un cinco por ciento cada año, período en que las naciones de la región desembolsan solamente en el pago de los intereses más de lo que las potencias acreedoras otorgan en todo el mundo por concepto de ayuda al desarrollo.

Para ser elegibles para un crédito del Banco Mundial o del Fondo Monetario Internacional es necesario realizar duros ajustes estructurales a la economía. Lo vicioso del asunto es que la mayor parte de las veces los empréstitos son para pagar débitos al propio FMI y no en función del desarrollo.

Si antes la fórmula era más desarrollo = menos pobreza, ahora la ecuación se trastroca, pues, mientras crecen algunos índices macroeconómicos, el deterioro del panorama social en la región apunta al incremento de la marginalidad con todas las secuelas que tal condición presupone.

De ello pueden dar fe los 100 millones de latinoamericanos que viven casi en la indigencia. Son ellos los que se preguntan, al escuchar las estadísticas, si ahora desarrollo es igual a pobreza.

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