La presidencia de Sárközy y la americanización de Europa

por Lorenzo Peña
2007-05-24


Sumario
  1. Níkolas Sárközy frente a Ségolène Royal
  2. Las promesas electorales de Sárközy
  3. La visión axiológica de la nueva derecha
  4. Las razones de los electores
  5. El pro-americanismo de Sárközy
  6. El nuevo estilo político de la presidencia sarköziana. Los tránsfugas
  7. Los destructores del Estado
  8. Crítica al programa sarköziano: 1ª parte
  9. Crítica al programa sarköziano: 2ª parte
  10. El valor del trabajo y las 35 horas
  11. Paneuropeísmo frente a universalismo


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§0.-- Níkolas Sárközy frente a Ségolène Royal

Ha sido entronizado como nuevo Presidente de la República Francesa el hidalgo Níkolas Sárközy de Nagy-Bocsa, oriundo de Hungría.

Derrotada en las elecciones presidenciales del domingo 6 de mayo, su rival, la socialista Ségolène Royal, ha dejado la imagen de una actriz mediocre, sin convicción ni solidez. (La mayoría de quienes han votado a Madame Royal lo han hecho sólo para evitar el triunfo húnico.)

No comentaré en este artículo las propuestas de doña Segolena, que formaban un ramillete heteróclito: demarquía o democracia participativa (poner en pie jurados ciudadanos, designados por sorteo, encargados de tomar las grandes decisiones políticas, en lugar de que lo hagan asambleas de elección popular); becas para el lanzamiento de firmas individuales; moratoria sobre la construcción de centrales electro-nucleares de nueva generación; aumento del número de viviendas de alquiler de gestión pública; moratoria sobre los OGM (organismos genéticamente modificados); obligar por la fuerza a la República Persa a renunciar a la energía nuclear, aunque sea civil; mantenimiento de la jubilación forzosa a los 65 años; subida del SMIC (salario mínimo); relanzar el proyecto de Constitución europea (tema, éste último, en el cual coincide plenamente con el ganador de los comicios, haciendo ambos caso omiso de la decisión mayoritaria del pueblo francés en el plebiscito del 29 de mayo del 2005).


§1.-- Las promesas electorales de Sárközy

¿Qué mensaje ha vehiculado el candidato Sárközy? Trece de sus promesas electorales pueden haber seducido a amplios sectores de la población, incluso de los trabajadores. ¡Enumerémoslas!


§2.-- La visión axiológica de la nueva derecha

Junto a esas 13 promesas risueñas --o presuntamente tales (según para quién)-- hay píldoras amargas, como la cuádruple franquicia, en virtud de la cual el reembolso de atención médica sólo empezará cuando el paciente rebase un umbral (la franquicia se aplicaría separadamente a los gastos de análisis biológicos, visitas médicas, hospitalización y consumo farmacéutico).

En Francia los cuidados sanitarios no son gratuitos, sino de pago; la seguridad social reembolsa una parte; la franquicia disminuye ese reembolso; para un número de asegurados significaría no obtener reembolso alguno. Es un sacrificio, pero asumible; puede que no lo vean con malos ojos quienes piensen que tienen lugar muchos abusos en la utilización de los servicios médicos.

Hay otros sacrificios prometidos: reforma de las jubilaciones (un tanto imprecisa todavía); endurecimiento de las condiciones para percibir subsidio de desempleo.

Aunque, verosímilmente, esas propuestas sarközianas han atraído a muchos electores, ninguna de ellas encierra, en el fondo, programa socio-económico alguno, ni tampoco constituyen, de consuno, semejante programa. Dígase lo que se dijere, si Madame Royal carecía de programa, Sárközy también. Ofrece un cambio (una «ruptura tranquila»), pero, en el fondo, lo que se infiere de su discurso es una continuación de las políticas de Chirac.

Tampoco ha presentado un perfil claro la abundante referencia en los discursos del candidato Sárközy a ciertos valores tradicionales, en particular los del trabajo, la recompensa del mérito y la promoción social individual por el esfuerzo propio. Además de que en tal discurso sólo se apreciaban diferencias de matiz respecto al de su principal contrincante, todo eso es brumoso, salvo en lo no-dicho, en lo insinuado, en lo que hay que leer entre líneas: menos seguridad social, menos Estado protector, menos solidaridad para con quienes han tenido mala suerte o se han equivocado, y más confiar en uno mismo, más seguir la senda de la propia ambición.

En otros discursos --a partir del pronunciado el 18 de diciembre de 2006 en las Ardenas-- Sárközy se encargará de embrollar y desdibujar esa escala axiológica, recalcando, no sólo la conveniencia de brindar una segunda oportunidad a quienes han errado, sino también el valor de la compasión por los que sufren y prometiendo que a nadie se dejará en el desamparo: on ne va laisser tomber personne.

Sin embargo, leyendo esos discursos en el contexto de toda su frondosa producción discursiva de los últimos años, hay que entender que la segunda oportunidad es la que, a su juicio, prevalece en una sociedad como la norteamericana, justamente porque allí --en la idealización que de ella hace Sárközy-- el libre juego mercantil abre camino al mérito, incluso al de quienes, habiéndose confundido, saben rectificar a tiempo; y las víctimas de cuyo sufrimiento se compadece son, más que nada, quienes han sido agraviados por malhechores privados de baja extracción, y sólo tangencial o marginalmente quienes han errado y quienes han sido golpeados por la mala suerte o por la injusticia social.

Por otro lado, leyendo la colección de discursos de Sárközy, nos parece hallar hincapié en otros valores, aunque no sean forzosamente aquellos que más se han destacado en la campaña electoral: los de la autoridad, la seguridad, la identidad nacional y el orgullo nacional francés (formulado éste último como el rechazo del arrepentimiento colectivo). En esos temas tampoco se ha apreciado más que alguna diferencia de matiz con su contrincante.

También ha venido muy enfatizado en sus profusas proclamas axiológicas --a menudo sumamente retóricas-- la condena del relativismo, que, según él, encarnó e impuso el Mayo de 1968, que él quiere enterrar. Todo lo malo vendría de mayo del 68: relativismo moral, pérdida de los valores tradicionales, depreciación del trabajo, exaltación del ocio, irresponsabilidad, culto a la asistencia social.


§3.-- Las razones de los electores

En la segunda vuelta del 6 de mayo de 2007 19 millones de electores han dado su voto a Níkolas Sárközy. ¿Cuántos de ellos han sido determinados por tal promesa, cuántos por tal otra, cuántos por uno u otro de esos pronunciamientos axiológicos, cuántos por tal o cual rasgo de su itinerario político, cuántos por una regla de fidelidad, cuántos por inercia o rutina, cuántos, en fin, por pura inclinación subjetiva o porque les ha dado la gana?

En la democracia electiva, no hay cómo saberlo. Al elector se le pide que otorgue su voto a uno u otro de los candidatos legalmente autorizados; no que fundamente o motive su voto; ni siquiera se le permite transmitir un mensaje ni pronunciarse sobre cuestión alguna. Si de un candidato le parecen bien las propuestas A y B pero no la C, y de otro le parecen bien las propuestas D y E pero no la F, no tiene capacidad legal alguna para encomendar al que resulte elegido la realización de A, B, D y E. La mecánica electoral lo fuerza a votar por el uno, por el otro o por ninguno, sean cuales fueren los motivos.

Sólo las encuestas pueden arrojar alguna información sociológica sobre las motivaciones del elector en cada caso. A falta de un estudio científico, no parece muy arriesgado conjeturar que el sufragio de la mayoría de esos 19 millones de votantes que han escogido a Sárközy no ha venido determinado por ninguna de sus 13 promesas, sino por otras causas: adhesión a la derecha (en un número de casos por fidelidad inter-generacional, si bien eso parece estar ahora cambiando en Francia); confianza en un hombre fuerte, al que se ha publicitado como baluarte frente al desorden, la delincuencia, la juventud alborotadora y la chusma inmigrante («racaille»).

Lo más que hemos podido conocer al respecto es el sondeo por segmentos de edad: a favor de Segolena la mayoría de los jóvenes de entre 18 y 25 años y los adultos de 35 a 60; ligera prevalencia de Sárközy en la franja 25-34 y gran predominio entre los mayores de más de 60 años. Por sí solos, esos datos sólo permiten inferir motivaciones disyuntivas.


§4.-- El pro-americanismo de Sárközy

Está claro que, con Segolena o con Sárközy, continuaría la orientación de la nueva política exterior francesa, con abandono total del gaullismo, o sea del viejo sueño del general Charles De Gaulle --presidente de 1958 a 1969-- de convertir a Francia en una potencia imperial independiente de la hegemonía yanqui. Ya resquebrajada y debilitada esa política durante el último año de la presidencia de De Gaulle (a raíz de los acontecimientos de mayo de 1968, que lo empujaron a acercarse a los EE.UU), fue aguándose todavía más con sus sucesores: Pompidou, Giscard d'Estaing, Mitterrand, Chirac.

Sin embargo, con Chirac revivió un momento, con ocasión de la guerra de Irak, en 2003, gracias a la brillante actuación personal del ministro de asuntos exteriores, Dominique de Villepin. Poco duraron esos pinitos de independencia; paulatinamente, la política exterior de París se fue alineando con la de Washington en todos los frentes; nada parecía bastante para disculparse por haber llevado razón; fracasadas sus iniciativas diplomáticas de finales de 2003, el gobierno francés ha venido haciendo --desde mediados de 2004-- todo lo imaginable para congraciarse con el amo yanqui.

Sárközy se ha decantado por un apoyo sin fisuras a la supremacía norteamericana y por una transposición del modelo yanqui a la sociedad francesa (aunque con adaptaciones, porque reconoce que su sueño de copiarla en suelo galo sería una quimera). Lo previsible es que prosiga la misma política exterior parisina de los últimos tres años, aunque, eso sí, agravándola todavía más, en el sentido de secundar más contundentemente las agresiones imperialistas (p.ej. la próxima en el Sudán, con un pretexto humanitario para no variar).

A la vez, continuará la acción militar neocolonialista en África y se tratará de forzar como sea una mayor integración europea, excluyendo a los países no-cristianos (Turquía).

En resumen, lo que se perfila es una enorme continuación en el fondo, aunque sea acentuando las medidas regresivas en muchos aspectos, principalmente endureciendo la persecución contra los inmigrantes clandestinos y participando más activamente en las aventuras y agresiones imperialistas contra los pueblos del tercer mundo.


§5.-- El nuevo estilo político de la presidencia sarköziana. Los tránsfugas

Las mayores novedades de la presidencia de Sárközy estriban en lo formal. Asistimos a una berlusconización o americanización de la política francesa.

En primer lugar prodúcese con su llegada al Elíseo una pipolización de la política, con un presidente vedete de prensa rosa, que despliega ostentatoriamente sus vacaciones de yate, sus cenas en restaurantes de lujo, sus aficiones deportivas y taurinas (le encantan las corridas de toros) y sus líos eróticos. (De éstos se dirá que es un asunto privado en el que se han cebado los periodistas indiscretos; mas es el personaje quien los atrae, deliberadamente o no según los casos.)

Por cierto, ese figurín de la alta sociedad se retrató en unas declaraciones presuntamente jocosas pronunciadas en la piscina de un lujoso hotel de la isla Reunión a mediados de febrero de este año: «JE SERAI un président comme Louis de Funès dans le Grand restaurant: servile avec les puissants, ignoble avec les faibles. J'adore». (V. el artículo «Le combat d'une vie» de Ludovic Vigogne en Le Parisien, lunes 07 mayo 2007.) ¿Bromeaba? Pienso que, por una vez, fue sincero. Ese duro nietzscheano, a quien gusta proclamar «Je suis indestructible», es eso: un hombre de los ricos, por los ricos y para los ricos; y, lo que es peor, ignoble avec les faibles. Los presidentes anteriores simularon un calor humano. Éste no.

Y es que, en segundo lugar, quien se ha encaramado al sillón presidencial es un magnate. A pesar de que sólo ha empezado a pagar el impuesto sobre el patrimonio en 2006, tiene una fortuna declarada de 1.137 millares de euros, de donde se deduce que ha obtenido una ganancia patrimonial de 380.000 euros en un año. (Esos datos constan en Le Canard enchaîné y en Wikipedia.) Su hermano, Guillaume Sárközy, industrial del textil, ha sido vicepresidente de la gran organización patronal, MEDFEF, y se ha jactado de deslocalizar para aumentar sus beneficios.

Hasta ahora los gobernantes franceses, aunque estuvieran ligados al gran capital, solían ser profesionales y funcionarios desprovistos de una gran fortuna personal. La carrera política de los ricachos es un fenómeno nuevo, sin duda asociado a la americanización, a los valores del éxito personal merecido en una sociedad en la que quien vale triunfa (o eso nos cuentan).

En tercer lugar, el señor Sárközy, recién entronizado, implanta un régimen presidencialista férreo que supera al que quiso establecer el general De Gaulle en 1958. A De Gaulle le gustaba el presidencialismo, pero --consciente de que cada país tiene su idiosincrasia y su tradición-- introdujo en la Constitución de la V República (elaborada por iniciativa suya) un híbrido, con una jefatura del gobierno compartida por el Presidente de la República y el primer ministro.

El gabinete nombrado ahora por Sárközy para desempeñar las tareas gubernativas es una hechura personal que responde totalmente a su dictado y a su capricho, en la cual la figura del primer ministro, François Fillon, queda reducida a la de adjunto, de un coordinador --y en la práctica seguramente ni siquiera eso, porque es posible que el verdadero subjefe sea el ministro de Estado, Alain Juppé. (Eso sí, el gabinete actual es meramente interino y no vivirá más allá de las elecciones parlamentarias del 17 de junio próximo, fecha en la cual ya se podrá arrinconar a los compañeros de viaje.)

Naturalmente la novedad es sólo relativa, dada la tendencia presidencialista de la V República. Pero ni De Gaulle ni sus sucesores en el cargo determinaron nunca la composición del gabinete de manera tan minuciosa y directa como lo ha hecho ahora Sárközy.

En cuarto lugar, Sárközy ha introducido el berlusconismo al establecer una coalición sarköziana que, siendo de derechas, subsume tanto a la derecha cuanto a su poco de izquierda --al igual que el honorable Silvio Berlusconi aspiraba a una Fuerza Italia de derecha pero que englobaría la izquierda salvable. Hay una diferencia entre esa izquierda sarköziana y lo que fue, en su tiempo, el gaullismo de izquierda (o la gauche gaulliste), a saber: el general De Gaulle enroló en su movimiento político a personas de sensibilidad social, algunas de las cuales (como André Malraux) habían estado transitoriamente encuadradas en el campo progresista, pero que le profesaban a él una fidelidad basada en los valores del patriotismo republicano y en su carisma personal como líder de la Francia libre.

En el caso de Sárközy no se da absolutamente nada de todo eso. Los recién cooptados no se han adherido nunca, hasta ahora, al movimiento político de Sárközy (la UMP, que él no ha creado sino heredado de Chirac), sino que, traicioneramente, se han arrimado por ambición a su gabinete sin haber abandonado previamente el partido político teóricamente opuesto. Es una jugada maestra --que estrangula y desequilibra al partido de oposición (ya cuarteado y tambaleante)-- ésa de fichar, en un gobierno de marcada orientación mayoritarista, a disidentes del partido minoritario.

Los así fichados son individuos particularmente impresentables: el belicista Bernard Kouchner, ex-gobernador de la ONU en Kosovo; Eric Besson, el nuevo «secretario de Estado para la prospectiva y la evaluación de las políticas públicas», otro tránsfuga del partido socialista, quien había coordinado el libro L'inquiétante «rupture tranquille» de Monsieur Sarkozy, en el cual deslizó su célebre epíteto de que Sárközy es «un neoconservador americano con pasaporte francés»; escribió eso hace unos meses nada más. Lo cual ilustra la deshonestidad y el politiqueo de tales cooptaciones.

En quinto lugar, el nuevo gobierno francés inaugura una nueva manera de gobernar; los ministerios ya no constituyen unidades administrativas preestablecidas por rama de actividad fijada con criterios objetivos e intersubjetivamente compartibles, sino que pasan ahora a ser programas estratégicos transversales de cometido temporalmente limitado y cuya constitución obedece al cambiante arbitrio subjetivo del jefe.

Casi todos los nuevos ministerios tienen títulos quilométricos y rimbombantes, formados por 3 ó 4 conyuntos (p.ej. «Inmigración, integración, identidad nacional y co-desarrollo»).


§6.-- Los destructores del Estado

Desgraciadamente ya venía de antes el arbitrario cambio de ministerios al cambiar los ministros --una costumbre introducida en los últimos decenios, que hubiera sido inadmisible en tiempos en los que la administración pública se veía con mayor seriedad. Pero esto de ahora va muchísimo más lejos, porque en realidad desestructura totalmente las viejas instituciones estatales, con su experiencia acumulada y sus cuerpos de funcionarios avezados y educados en la idea y la misión del servicio público; en lugar de eso, lo que se perfila es un conglomerado de programas coyunturales, que rompen del todo el esquema tradicional, que descomponen cualquier organigrama racional, y que --por su misma transversalidad y su configuración circunstancial y hasta personalmente diseñada-- están lanzados para la improvisación, en una plasmación de la cultura de resultados.

Se entiende esa opción desde la óptica de la desestatización, de la transferencia de funciones del Estado (que son todos los ciudadanos organizados en una colectividad política) a la mal llamada `sociedad civil', que es el sector privado (lucrativo o no). En esa orientación el Estado sobra, y sobran sus unidades estructurales estables, a las que estaría encomendada una misión permanente, con una obligación de medios; se desmantela ese aparato estatal para reemplazarlo por un amasijo temporal de programas de acción limitada, cada uno de los cuales se configura para la obtención de determinados resultados, dentro de unas pautas de rentabilidad empresarial.

Así se entiende la anunciada supresión de la mitad de los puestos de trabajo en la máquina estatal. Lo que aún no sabemos es si los puestos que se van a eliminar serán los de bombero, introductor de embajadores, profesor, celador de museo, guarda forestal, bedel, mozo, investigador científico, carcelero, telefonista, palafrenero, conductor, practicante, fontanero, mecanógrafo, informático, auxiliar de laboratorio, jinete de la guardia republicana, policía, secretario judicial, magistrado, músico, contable, inspector laboral y así sucesivamente.

Posiblemente la idea subyacente sea la de suprimir todas esas profesiones para que tales actividades pasen al sector privado; lo dudoso es que así se consiga ahorro alguno; si quisiera ahorrar, el Estado no sólo tendría que desatender esos servicios directamente, sino también abstenerse de subvencionarlos, lo cual es imposible, porque llevaría a la extinción del Estado; con el Estado periclitarían: conservatorios de música, tribunales, lonjas, casas de socorro, unidades de salvamento marítimo y de protección civil, escuelas, servicios de extinción de incendios, Universidades, administraciones portuarias, servicios de coordinación aeronáutica, inspección de mercados, auditoría bancaria, mantenimiento de vías públicas. Y nadie, ni siquiera Sárközy, quiere que eso suceda.

Por lo cual, a pesar de la fantástica y rocambolesca reorganización gubernamental, tras las apariencias innovadoras, habrá que mantener --en buena medida bajo cuerda-- las viejas estructuras administrativas (igual que les ha sucedido a las revoluciones que, muy ufanas, empezaron queriendo triturar a la «máquina del estado burgués» para restablecerla a la chita callando y luego irla perfeccionando).


§7.-- Crítica al programa sarköziano: 1ª parte

Una mirada más atenta al agregado de proyectos sarközianos en materia económico-social nos hace ver cuán problemáticos resultan, unas veces porque son escasamente viables, otras porque son socialmente regresivos y otras porque no van a solucionar nada.

Así, el plan de contrato laboral único ya ha encontrado la oposición de la presidenta del MEDEF, Laurence Parisot, quien es, de todos modos, uno de los más entusiásticos puntales del nuevo presidente. Si hoy día hay una proliferación excesiva de modalidades de contratación, reducirlas a una sola es pasar una apisonadora sobre el complejo campo de las relaciones laborales. Ese contrato único sería igual que el masivamente rechazado contrato de primer empleo, CPE, sólo que convertido automáticamente en indefinido a la expiración del bienio de prueba, con unos derechos de indemnización muy limitados en caso de despido arbitrario. Es, pues, una vuelta atrás con respecto a los avances del derecho laboral; ni ofrece la garantía temporalmente limitada que comportan los CDD ni la protección frente a la arbitrariedad patronal de los actuales CDI. Habrá habido un número de trabajadores con CDD que esperen mejorar así su situación laboral, pero la mejora es ilusoria.

Ya he hablado de los problemas del IVA social. Añádense otras dificultades: ese IVA social será soportado por los bienes y servicios importados y no por los exportados, lo cual le confiere un carácter de proteccionismo comercial que chirría con los esquemas del libre mercado y que puede acarrear la oposición de Bruselas y de la OMC (organización mundial del comercio); además, repercute la carga fiscal sobre los consumidores, incluidos los perceptores de rentas fijas que no se benefician de la supresión o el alivio de las cargas sociales (p.ej. los jubilados que masivamente han votado por Sárközy y que serían los más perjudicados); y, finalmente, elevar considerablemente el IVA en un país en el cual ya es muy alto constituye una desincentivación del consumo, lo cual tenderá a agravar la crisis de superproducción.

La exoneración de las horas extraordinarias no soluciona el desbarajuste acarreado por la introducción coercitiva de la semana de 35 horas bajo el gobierno de Jospin (ley Aubry II del 19 de enero de 2000). Esa exoneración puede ser vetada por el Consejo Constitucional (por infringir un principio constitucional de justicia tributaria).

Sea así o no, es un dispositivo cuyo significado práctico será éste: la relación laboral ajustada a la semana oficial de 35 horas vendrá rebajada al rango de un empleo a tiempo parcial, permitiendo que, de común acuerdo, el empleador y el trabajador pacten un trabajo de mayor duración, el cual escapará a cualquier gravamen. Si escapa a cualquier gravamen, difícilmente será contabilizado para la eventual obtención de prestaciones de la seguridad social; o sea, sería un trabajo negro pero legalizado. Con otras palabras: la regulación y tributación laboral y el otorgamiento de protección social se van a limitar, en lo sucesivo, a una jornada laboral teórica, que de facto se concibe como a tiempo parcial; el resto de la actividad laboral pasa a tener la regulación del siglo XIX, o sea: ninguna. Un obrero podrá (si se lo permite el patrón) trabajar 39 horas a la semana (ó 50), pero, a la hora de percibir subsidio de desempleo, pensión por invalidez y jubilación, será como si hubiera trabajado a tiempo parcial, 35 horas. No auguro mucha estabilidad a ese sistema, que pronto caerá en el descrédito.

Una de dos: o el estado actual de la evolución técnico-productiva permite que la semana laboral sea de sólo 35 horas y, entonces, no tiene sentido ese trato presuntamente de favor para las horas extraordinarias; o no es así, y entonces la semana de 35 horas es una catástrofe, que no va a poder ser corregida por ese trato de favor.

Pasemos al cuarto punto: la lucha contra las deslocalizaciones. Es pura frase hueca. Puede que con el IVA social se contribuya un poquitín a frenar tales deslocalizaciones, pero es dudoso: al restringirse la demanda interna, las empresas sufrirán superproducción, tendrán que exportar más y, puestos a eso, acabarán prefiriendo instalarse en otro país, reduciendo costes no sólo de mano de obra sino también de transporte.

Hay un verdadero remedio y sólo uno contra las deslocalizaciones: permitir la inmigración o consentirla por lo menos. Los países de mayor aceptación de la inmigración, como España, han visto una inflexión parcial de la tendencia deslocalizadora, lo cual ha acarreado un crecimiento económico, creación de nuevos empleos también para los trabajadores autóctonos, baja del paro, expansión del mercado interior.

Hay tres causas de ese fenómeno. La primera es que un poco se cumple (a veces) la Ley de Say, a saber: que la oferta genera demanda. La oferta de mano de obra abundante, más sacrificada, más laboriosa, con menores pretensiones salariales, suscita, entre un número de capitalistas, iniciativas empresariales expansivas, que desencadenan ese mecanismo multiplicador. La segunda causa es que cada inmigrante es un consumidor (poco o mucho obtiene algo para comer día a día y lo gasta); su presencia no sólo contribuye a dar salida a los invendidos, sino que hace más rentable abrir nuevas unidades de producción y distribución localizadas, al haber una masa mayor de consumidores. La tercera causa es que la propensión marginal a ahorrar es menor entre los inmigrantes; y esa propensión es una lacra para la economía, que contribuye a la superproducción, la cual incita a la deslocalización.

Pretender, como Sárközy, endurecer la persecución de los inmigrantes clandestinos (y de los empresarios que les dan empleo) y, a la vez, luchar contra las deslocalizaciones es como querer nadar y guardar la ropa.

Y con eso paso al quinto punto: en la medida en que se intensifique esa cruel represión contra la inmigración indómita (immigration non maîtrisée), no sólo se violarán los derechos humanos, no sólo se conculcará el principio republicano de la fraternidad humana, sino que se perjudicará gravemente a la economía francesa.

La derecha de Sárközy comparte con la izquierda pseudosocialista la errónea idea estática de que el trabajo es una tarta que hay que repartir, por lo cual, para que tengan empleo los nativos, hay que echar a los extranjeros (y, para que tengan empleo los parados, hay que obligar a los asalariados a trabajar menos; y, para que tengan trabajo los jóvenes, hay que echar a los viejos a sus casas con pensiones miserables). Han fracasado estrepitosamente todos los esquemas de reparto del trabajo, o reparto del empleo (que son, en el fondo, mecanismos de reparto del paro), porque obedecen a un planteamiento malthusiano erróneo, estático, inmovilista, cuando, en la realidad, la expansión de la actividad económica gracias al trabajo y al consumo de unos crea nuevas posibilidades de inversión y de iniciativa empresarial que brindarán nuevas oportunidades para el trabajo de otros.

Una de las pocas previsiones viables y realistas del programa sarköziano es la de servicios mínimos; en sí justa, y que, en cualquier otro contexto, sería negociable, pero que, en el marco de la regresión social delineada en esa panoplia de medidas antilaborales, corre el riesgo de enrarecer la atmósfera social y provocar una enorme crispación, una tremenda bronca. Aparte de que, para que esa medida surta efecto, no basta con promulgarla sobre el papel; las posibilidades reales de aplicar una norma dependen del clima social, de la aceptación por la masa de individuos sujetos a la misma; una ley vigente sobre el papel pero masivamente desacatada no tiene verdadera vigencia jurídica (tesis de Joaquín Costa que el autor de estas líneas ha venido sosteniendo en un número de escritos).

Ya he comentado lo absurdo e irrealista de la reducción del número de funcionarios públicos, la cual, de llevarse a cabo, sería catastrófica. No deja de merecer destacarse que, en esa propuesta, Sárközy incurre en el mismo sofisma de la izquierda al proponer el reparto del trabajo: los adelantos técnicos han aumentado la productividad mucho más de lo que ha disminuido la cantidad de trabajo prestado (cantidad que los apóstoles de las 35 horas miden en la duración de la semana laboral y los adelgazadores de la función pública miden en número de asalariados). Pero la refutación de ese mal razonamiento es bastante obvia: hoy se produce mucho más. Hoy se producen más casas, computadoras, neveras, reproductores de audio, analgésicos, camisas, refrescos, almohadillas eléctricas, discos duros. Nuestra existencia ha mejorado; el consumo se ha expandido. Del mismo modo, si los bancos tuvieran que volver a los métodos de antes, se hundiría la economía, porque hoy se efectúan muchas más operaciones bancarias. Y similarmente las administraciones públicas llevan a cabo muchas más tareas que antes: hay más museos, instalaciones de control medio-ambiental, escuelas, liceos, salas de exposiciones, centros de acogida, hogares de mayores, auditorios, bibliotecas, vías de comunicación, obras hidráulicas, y así sucesivamente. Y los establecimientos que ya existían antes realizan más tareas, porque la vida ha cambiado, se ha intensificado, porque hay más cosas que hacer, más prestaciones que rendir, más actividades privadas que controlar, más solicitudes que atender.

No deja de ser irónico que hace 7 años se haya justificado la imposición de la semana de 35 horas con el señuelo de aumento del empleo y que ahora, sin cuestionarse esa semana laboral, se proponga reducir drásticamente el empleo público. Lo uno como lo otro es erróneo. Fracasará.

La política de desgravaciones fiscales es inviable, porque, al estrellarse contra el muro ese plan mirífico de reducción del número de funcionarios, se agravará el déficit fiscal. Se harán esas desgravaciones, sí, pero el Estado tendrá que sacar el dinero así perdido con otros tributos, y la carga fiscal no se aligerará significativamente. Además, es evidente que tal reforma fiscal es socialmente regresiva e injusta.

Y lo de incentivar aún más a la compra de viviendas individuales tiene unos conocidos efectos nocivos para la calidad de vida y para la actividad económica, al entorpecer la movilidad laboral, al producir una sociedad anclada, anquilosada; por mucho que se desgraven los intereses hipotecarios, ese modelo de vivienda en propiedad hace más inaccesible el alojamiento para los jóvenes, lo cual desencadena otros mecanismos de parálisis económica; efectos que en España padecemos de sobra, pero que, al menos, aquí se atenúan por la masa de población inmigrante fresca bien acogida, que se adapta más, que no tiene tanta tendencia a enraizarse inamoviblemente y que busca soluciones imaginativas para los problemas de la vida.


§8.-- Crítica al programa sarköziano: 2ª parte

La democracia corporativa ya la padecemos bastante, con el enorme poder que han acaparado las organizaciones sindicales y patronales, cuya auténtica representatividad es totalmente cuestionable. Ampliar más ese poder es deslegitimar a los poderes públicos de elección popular, los únicos que --con todos los problemas-- responden a una decisión mayoritaria de la población (dentro de los límites de la democracia formal partitocrática). Y, de todos modos, está por ver si eso va a ir mucho más allá de las palabras.

La unificación de los regímenes de seguridad social es un igualitarismo por lo bajo que, sin mejorar a los que están peor, suprime las conquistas sociales de quienes están mejor. Su efecto económico será exiguo, y más si se escalona la reforma; si no se escalona, podría desencadenar un fuerte conflicto social añadido a la bronca que pueden acarrear las otras medidas.

Tampoco cabe congratularse porque se quiera igualar coercitivamente el salario medio de los hombres y de las mujeres. Una cosa es prohibir discriminaciones injustas, otra imponer ese resultado de salario medio. El único modo de conseguirlo es el de cuotas en todos los escalones. Porque evidentemente si el salario femenino medio es inferior no es (salvo excepcionalmente) porque no se pague igual salario por igual trabajo, sino porque no se dan los mismos trabajos.

El sistema de cuotas, o discriminación positiva, quiere extenderlo el pro-americano Sárközy a todas las esferas, trayendo a Francia el comunitarismo de la sociedad estadounidense, lo cual llevaría a que a cada individuo se le endilgara, en su documento de identidad, una clasificación étnico-cultural (de un catálogo administrativamente trazado) para que, en función de esa pertenencia, pudiera aspirar en unas u otras condiciones a becas, alojamientos y puestos de trabajo. Lo que se perfila con esa promoción coercitiva de la mujer es una ley de paridad en el mismo sentido. Sería obligatorio que cada consejo de administración estuviera formado por mitad por cada sexo, como el gabinete ministerial de Sárközy casi lo está. Cae fuera de los límites de este artículo criticar esa política de discriminación positiva, que consiste en querer combatir una injusticia con otras que, acumuladas, pueden ser mucho mayores.

El subsidio por el primer hijo es, de toda esa panoplia, una de las pocas cosas que merece aceptación. Sin embargo, por un lado, va en contra de la orientación individualista y responsabilista del programa Sárközy (al fin y al cabo, ¿por qué van a tener todos los contribuyentes que sufragar las cargas familiares de Jaques Dupont, en lugar de que el buen Jaques sea responsable de su planificación familiar y labre su propio bien y el de los suyos con su esfuerzo mercantilmente recompensado, sin interferencias públicas?). Y, por otro lado, es un impuesto negativo que vulnera el principio de progresividad, porque no da más a los que más necesitan, sino igual a todos. Sea como fuere, su implantación agravará el déficit fiscal y eso colisionará con la pretendida reducción de la carga tributaria.

También es positivo el punto decimotercero, permitir trabajar más años, aunque la promesa es vaga e insuficiente. Lo único razonable sería eliminar totalmente la jubilación forzosa por edad. Si una mujer o un hombre de 80 años quieren y pueden trabajar, es tiránico, arbitrario e injusto prohibírselo porque dizque la mayoría de los de esa edad no pueden o no quieren. En el fondo, Sárközy ofrece ahí un azucarillo escondido en la servilleta, que al final puede que se quede en nada o casi nada porque ni siquiera asume la tarea de argumentar que el trabajo voluntario de los seniores es uno de los pilares necesarios de la salvaguardia de la seguridad social, dada la evolución demográfica.

Es más, si fuera en serio, y no fingida, esa revalorización del trabajo, esa proclamación del trabajo como uno de los valores supremos para la vida humana, no habría por qué mantener ninguna jubilación obligatoria (salvo a lo sumo por razones de ineptitud sobrevenida, por enfermedad o invalidez). El trabajo no es sólo un medio de vida, sino una necesidad vital; el trabajo da sentido a la vida, porque es lo que crea felicidad y bienestar y, así, funda la dignidad del hombre, porque el valor del individuo depende de su contribución al bien común. La calidad de vida es calidad de actividad vital; y el ocio es lo opuesto a la actividad. Una vida ociosa, inútil, yerma, improductiva es una vida sin calidad. Es, pues, injusto condenar al individuo a que los 30 últimos años de su existencia los pase en el ocio (incluso si, por hipótesis, pudiera dársele un ocio dorado y confortable).

Que Sárközy sea tan poco explícito en lo tocante al derecho a trabajar de las personas mayores dice mucho sobre la sinceridad de su valoración del trabajo, que no pasa de ser una cortina de humo.


§9.-- El valor del trabajo y las 35 horas

Al margen de todas esas consideraciones, tengo para mí que la desafección de buena parte del proletariado francés a las organizaciones de izquierda ha venido de la Ley Aubry de 2000, las 35 horas, que fue impuesta por el gobierno socialista de Jospin, con sus aliados comunistas y verdes, pero que ha sido unánimemente asumida como una gran conquista social también por la llamada `extrema izquierda' (una extrema izquierda cuyo discurso sigue, cada vez más, las pautas de la socialdemocracia de unos decenios atrás, la de plena aceptación de la democracia burguesa con algunos retoques de política social, sin cuestionar sus instituciones ni siquiera a largo plazo).

La implantación coercitiva de las 35 horas acarreó, como contrapartida, el compromiso sindical de congelación salarial. Al igual que en España se ha promovido (con escaso éxito) la campaña por las 35 horas sin rebaja salarial, eso fue lo que se hizo al norte de los Pirineos. Que haya o no rebaja salarial real es discutible, porque depende de qué se conceptúa (pueden suprimirse pluses que, presuntamente, ya no se aplican por cambio de condiciones de prestación laboral; p.ej. bonos de comedor, que perderían su causa con la nueva jornada). Pero lo seguro es que hubo compromiso de moderación salarial y de ahí se ha derivado un estancamiento del poder de compra; lo cual se ha unido al desempleo, a la precarización, a la intensificación de los ritmos de trabajo (exprimir el limón al máximo), a la no-creación de los prometidos puestos de trabajo de reemplazo, al cierre de algunas empresas que no se han adaptado. Y todo ello se ha saldado por un malestar social que parecía corresponder a una época ya superada, por un rechazo de las instituciones y un boicot de amplias masas a las organizaciones de izquierda que han apadrinado o coreado esas medidas. (Notemos que en las estadísticas electorales francesas se omite mencionar el número de los no-inscritos.)

Además, hay que reconocer lo que es verdad. Cuando Sárközy acusa a la izquierda de haber abandonado el valor del trabajo, en eso lleva razón (aunque ya hemos visto sus propias inconsecuencias al respecto). Sí, es cierto. A bombo y platillo proclamaron el avance civilizacional de las 35 horas como la entrada de una nueva era en la que el trabajo no era lo principal, de una era del ocio, de una era de la calidad de vida. Se entiende que calidad de vida y trabajo son contrarios entre sí, aunque se puedan conciliar en alguna medida. Y, si bien es cierto que nunca han proclamado que el trabajo no es un valor o que el ocio vale más, ése era el mensaje subliminal (o no tan subliminal). Reparto del trabajo en una sociedad en la que el trabajo contaba menos y ya uno podía dedicarse, en lo esencial, al ocio.

No dudo que en un amplio sector de la población ha prendido hoy esa ideología del ocio, asociada al anticonsumismo, al antiproductivismo y al pasadismo de coloración ecológica. Es el anhelo de la inacción, de lo inútil, que cifra el bienestar en las jubilaciones anticipadas, el acortamiento de la jornada, la multiplicación de días de asueto, y no en el poder de compra, la adquisición de nuevas comodidades, de nuevas instalaciones, el logro de un entorno habitacional más atractivo, la capacitación profesional, la educación, la cultura, la participación activa en la vida pública.

A su manera, desfigurada, falaz, interesada, inconsecuente, la derecha sarköziana ha confiscado, en provecho propio, ese valor del trabajo, por mucho que la izquierda de Segolena haya querido porfiar que también ella valora el trabajo y que lo valora más porque pide un trabajo dignificado gracias a mejores sueldos, más seguridad en el empleo y jornadas más cortas. Tales alegatos no convencen por dos razones.

La primera es que la valoración del trabajo no consiste principalmente en hacerlo más llevadero, sino en hacerlo intrínsecamente más valioso; para hacerlo más valioso, es menester compartir la idea de que en sí mismo el trabajo es digno, meritorio, porque es lo que hace el hombre para incrementar su bienestar individual y colectivo pagando un precio, el precio del esfuerzo; para compartir esa idea hace falta estar de acuerdo en que vale la pena ese bienestar individual y colectivo, o sea: vale la pena tener acceso a más y mejores alimentos, medicamentos, prótesis, libros de poesía, álbumes de fotos, prendas, discos, películas, enseres, habitaciones, estanterías, tazas, ungüentos.

Esas ideas son incompatibles con el austerismo, frecuentemente predicado por quienes viajan en avión, se desplazan en coche, juegan al golf y tienen varias residencias. Y tal austerismo está detrás de las cantinelas de que, gracias a la reducción del tiempo de trabajo, la vida sería mejor porque habría más ocio. (No es de extrañar que la Reducción del Tiempo de Trabajo, o RTT, sea parafraseada por algunos proletarios como `Reduce Tus Testículos'; tales son las vías del resentimiento social, incomprensibles para la bienpensante izquierda de salón.)

La segunda razón por la cual no convencen los alegatos de la izquierda es que la ley Aubry de 2000 implantó la obligatoriedad de la semana de 35 horas a cambio de la congelación salarial. Mal pueden ahora decir que reclaman una dignificación del trabajo mediante buenos sueldos cuando en el gobierno (de 1997 a 2002) impusieron la congelación salarial. Entonces se motivó aduciendo la revolución civilizacional que significaba pasar de 39 a 35 horas, un salto cualitativo en la calidad de vida que justificaría estrecharse el cinturón.

Pero lo más llamativo en esa controversia entre Sárközy y ati-Sárközy es la presuposición que ambos bandos comparten, la cual, por consiguiente, no se ha debatido ni siquiera ventilado, ni enunciado, a saber: el valor del trabajo, el valor del esfuerzo, el valor de la mejora de la vida gracias al afán, es siempre el del trabajo y el esfuerzo individuales, el de mejorar la vida individual o, a lo sumo, familiar; nunca el del trabajo colectivo, el de una mejora de la vida en común, un incremento del bien común gracias al esfuerzo compartido, al sacrificio de todos, arrimando el hombro.

Justamente ahí es donde está la gran discrepancia entre el individualismo de Sárközy (vergonzantemente compartido por la izquierda) y el espíritu colectivista, como el de la Rusia de los planes quinquenales, el período del estajanovismo, el heroísmo laboral de todo un pueblo unido, que, con el martillo y con la hoz, lucha para hacer la vida en común más alegre, más sana, más abundante, más cómoda, más segura, para tener unas instalaciones públicas más sólidas y hermosas, de mayor cabida, mejores teatros, parques, palacios de congresos, centros deportivos, Universidades, acerías, ferrocarriles, dársenas, factorías textiles, rompehielos, edificios, estaciones de radio, imprentas, bibliotecas; donde la gente coma mejor, baile mejor, sea más jovial, se instruya más, lea más, trabaje más por la Patria del proletariado.

Los valores que ha perdido la izquierda son menos los de Jaurès y León Blum (esos dos santonzuelos socialistas que ahora rescata Sárközy para anexionarlos a su panteón) que aquellos que encarnaron Jaques Duclos, André Marty, Maurice Thorez, Louis Aragon, Paul Éluard, Ambroise Croizat, Benoît Frachon, Charles Tillon, Georges Politzer, Marcel Cachin, Jean Catelas, Gabriel Péri, Arthur Dallidet, Marie-Claude Vaillant-Couturier, Mounette Dutilleul y la pléyade de valerosos combatientes del glorioso partido comunista francés, de 1920 a 1956.

Ahora bien, si lo que hay que valorar es el esfuerzo colectivo por el bien común, ¿de qué colectividad y de qué comunidad estamos hablando? La verdad es que es valioso, sin lugar a dudas, que uno se empeñe en mejorar la vida de los suyos, la de su familia; en segundo lugar, de su círculo de allegados, amigos, parientes y seres queridos; en tercer lugar, la de su Patria.

Pero lo más valioso es luchar por el bienestar colectivo de la humanidad, vivido y compartido en hermandad planetaria. Es eso lo que se ha esfumado, lo que no asoma en el discurso de la llamada `izquierda' francesa, ni siquiera de la extrema izquierda, y sería eso lo que constituiría una marca registrada jamás usurpable ni confiscable por los adalides de la reacción y de la oligarquía financiera, como Níkolas Sárközy de Nagy-Bocsa.


§10.-- Paneuropeísmo frente a universalismo

Lo que hace falta es reconstruir una axiología anti-capitalista en la que se reconozcan los valores del humanismo fraternal y universalista, la comunidad planetaria de todos los miembros de nuestra especie en un empeño colectivo, cimentado en vínculos de amor, altruismo, generosidad, solidaridad y sacrificio por la causa colectiva. Lo demás son pamplinas, que no van a ninguna parte y que seguirán estrellándose, porque no serán ni lo bastante malignas para encandilar a los egoístas ni lo bastante benignas como para entusiasmar a quienes odian las injusticias del desorden establecido.

Justamente el abandono del universalismo es uno de los rasgos compartidos por los principales candidatos de las recientes elecciones presidenciales francesas. De ahí su europeísmo, o sea su defensa del derecho de Europa a separarse del resto de la humanidad y a erigirse en bloque político-económico-militar del que puede excluir a los demás. Paneuropeísmo y universalismo son posiciones absolutamente antitéticas y totalmente incompatibles. Si la humanidad es una e indivisible, ningún grupo de países tienen derecho a hacer rancho aparte constituyéndose en bloque.

De hecho tras la I guerra mundial las ideas de hermandad universal de los bolcheviques rusos cundieron hasta el punto de que el propio presidente norteamericano, Woodrow Wilson, al abogar por la creación de una Sociedad de Naciones (SdN), propuso una cláusula que prohibiría la creación de bloques y de alianzas, lo cual coincidía también con la posición de la entonces naciente Unión Soviética.

El anti-universalismo de Sárközy es claro y sin tapujos. El de la socialdemócrata doña Segolena no es tan claro, pero ambos coinciden, junto con el tercer candidato en la primera vuelta, François Bayrou, en ser acérrimos partidarios de un reforzamiento de la integración paneuropea.

Hasta qué punto la democracia electiva no merece ser calificada de `democracia representativa' se echa de ver contrastando los resultados del escrutinio de la primera vuelta electoral --la del 22 de abril de 2007-- con los del plebiscito sobre la constitución europea del 29 de mayo de 2005.

En el plebiscito hubo 28.257.778 sufragios expresados (el número de votantes inscritos fue de 41.789.202); de ellos 12.808.270 Síes (45,33) y 15.449.508 Noes (54,67).

En la elección del 22 de abril de 2007 hubo 44.472.867 inscritos; los tres candidatos que encabezan el resultado electoral habían sido partidarios del Sí a la constitución europea: Sárközy, Segolena y Bayrou; totalizan cerca de 28 millones de votos (un 75,62% del total); de los candidatos que van detrás, ocho de ellos se habían decantado por el No, y sólo uno por el Sí (la ecologista Dominique Voynet, la octava en el escrutinio, con un 1,57% de los sufragios).

Evidentemente está claro que la opción adoptada en ese tema no tiene por qué ser lo más decisivo para escoger a un candidato o a otro. Hay otros temas. Sin embargo, ése ha sido el único acerca del cual se ha consultado la opinión del pueblo francés.

Dibujemos una cuadrícula en la que vamos asignando casillas a diversos temas; para simplificar no les asignamos mayor ni menor relieve, ni tenemos en cuenta los nexos de causa o motivación que vinculan unos temas a otros. Escribamos en cada casilla el nombre de los candidatos que sobre el tema en cuestión se han pronunciado en un sentido y omitamos el nombre de los que se han pronunciado en sentido opuesto. (También para simplificar suponemos que todas las cuestiones son de «sí o no».)

Pues bien, veremos que los tres candidatos que van en cabeza coinciden entre sí en casi todo, y que, frente a ellos, hay un bloque relativamente homogéneo de los candidatos quinto (Besancenot), séptimo (Buffet), noveno (Laguiller), décimo (Bové) y duodécimo (Schivardi). Si sometiéramos a plebiscito tales cuestiones, una por una, nos llevaríamos probablemente la sorpresa de que ganarían todas las tesis compartidas por ese bloque. Luego las elecciones no son representativas de las opciones preferidas por el pueblo. No lo son porque el elector vota, principalmente, con un criterio negativo, no positivo. Esa suma de astucias individuales se salda en un error colectivo.

Esa conclusión me permite poner punto final a este artículo. Si la lucha por un mundo mejor se limitara a la electoral, o si girase en torno a las elecciones, no habría razones para ser optimista. Felizmente no es así, según he argumentado en otros ensayos.