El precio de mi voto
por Lorenzo Peña

2008-02-11
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No sólo no soy adepto de la ideología occidentalista sino que, además, no siento la menor adhesión al sistema político-económico bajo el que vivimos: el occidentalismo. Tampoco lo considero un infierno. Digamos que es un purgatorio, con sus cosas buenas y sus cosas malas.

Para Churchill (que le endilga el embellecedor membrete de «la democracia») es el peor sistema posible excepto todos los demás. Yo diría que es el mejor y el peor de los posibles en las actuales circunstancias.

Habida cuenta de todo, fue un sistema mejor el de las democracias populares --el socialismo real--, sin por ello carecer de defectos; fue mejor, desde luego, para los pueblos en los que, más o menos, se realizó (o sea: mejor de lo que ha resultado para esos pueblos la restauración del occidentalismo); y, sobre todo, mucho mejor todavía para los demás pueblos, que, sin padecer sus inconvenientes, nos beneficiamos decisivamente de su existencia, gracias a la cual fue posible la parcial emancipación de las naciones oprimidas por el yugo colonial y la consecución del estado del bienestar, otorgado a regañadientes por los potentados del sistema occidentalista.

El futuro traerá nuevas alternativas. La humanidad no estará sometida para siempre a la tiranía del automóvil, al absurdo de la economía de mercado, a la farsa de la pseudodemocracia partitocrática, a la brutal desigualdad social, al desempleo masivo, a la ausencia de una redistribución global de la riqueza, al adocenamiento de la mediocracia mendaz e ignorante, a la fragmentación del planeta en bloques atrincherados, a la falta de libertad de circulación, a las guerras imperialistas, a la carrera de los armamentos, a la existencia de ejércitos y fronteras.

Que hoy por hoy no haya alternativas viables no implica que sea menester apoyar lo que existe. Si se puede ir mejorando es, en buena medida, gracias a la crítica de quienes no nos sumamos al coro consensual de sus enaltecedores, que monopolizan la opinión pública (salvo unos pocos huecos en el espacio internet).

El régimen occidentalista conserva muchos elementos de capitalismo, aunque felizmente no es (ni fue nunca) tan capitalista como lo pintan sus adeptos y algunos de sus detractores. El capitalismo puro, la economía de mercado estricta, es absolutamente imposible, un sueño (o más bien una pesadilla), una ficción de las mentes de los ensayistas libertarios.

Que el régimen imperante no es estrictamente capitalista lo prueban hechos como el de que aproximadamente la mitad de la renta producida es administrada por los poderes públicos (lo cual no quiere decir que sea distribuida de manera justa ni racional) y el de que --con todas sus limitaciones-- resisten a la embestida eliminadora del empresariado voraz las instituciones del estado del bienestar: jubilaciones, asistencia sanitaria, algunas pinceladas de vivienda social, educación pública, servicios públicos de enseñanza, cultura e investigación, salvamento, organización vial, abastos y suministros, regulación de mercados, transporte público, ayudas a discapacitados, subsidios de desempleo y otras limosnas; todo lo cual es incompatible con un capitalismo puro.

Pero, aunque el occidentalismo no es capitalismo, sí contiene bastante capitalismo, desgraciadamente. En esencia es un régimen oligárquico, en el cual una casta de privilegiados de la finanza, del dinero, de la mediocracia, de la sociedad influyente, de los círculos del poder, acapara los resortes de la decisión pública, a través de la partitocracia, con una tramoya en la cual:

En ese contexto las elecciones no son ni libres ni justas. El elector carece de la posibilidad de motivar su voto; se le prohíbe votar salvo por una de las candidaturas que hayan superado los criterios vigentes.

A la abrumadora mayoría de los electores sólo les resulta prácticamente posible votar a uno u otro de los candidatos del sistema. (En algún caso extremo, como el de los estados unidos de América, hay de hecho un partido único, aunque dividido en dos alas casi iguales.)

En el actual ordenamiento español no todo es malo. Una buena cosa es que los electores no estamos obligados a votar. A quienes desaprobamos a todos los partidos con posibilidades de ganar se nos permite no ir a votar, o votar blanco o nulo. Esa autorización legal es importantísima. Es un derecho sagrado que hay que ejercer. Es una de las palancas para ir consiguiendo, poco a poco, que alguno de los partidos en liza introduzca (con la esperanza de encandilarnos) tal o cual elemento positivo en sus programas y, ocasionalmente, que lo cumpla si llega a constituir una mayoría en las instituciones.

Al lado de esa ventaja, nuestro actual sistema político --la monarquía borbónica-- encierra un montón de particularidades que llevan a relativizar al extremo su credencial presuntamente democrática. El eje real del poder reside en el Palacio de la Zarzuela, al paso que la función de la jefatura del gobierno es poco más que decorativa (inversión de papeles).

No voy a comentar aquí tales particularidades. Lo que voy a plantear es si --a pesar de todos mis recelos con relación al sistema político en que vivimos y a los grupos con representación parlamentaria-- es razonable para mí ir a votar el domingo 9 de marzo de 2008 en las elecciones generales de España; y, si voy, qué opción tomar: el voto nulo, el blanco o bien alguna de las listas que encontraré en el colegio electoral.

Para adoptar una decisión racional, necesitaría dos elementos de juicio que me faltan:

Que hace falta no sólo lo segundo sino también lo primero lo demuestro así: si se tratara de un plebiscito en el que se someten a consulta popular los programas de los partidos, la emisión de mi voto dependería exclusivamente de los contenidos; pero, tratándose de una elección, tan importante como esos contenidos es la fiabilidad de las personas que formulan esas promesas (hay que valorar el balance de quienes las enuncian en el cumplimiento o no de promesas previas y en general toda su vida, no sólo política sino todo su itinerario personal).

Todo eso es ya imposible. Propongo, pues, un trato alternativo: voy a enunciar mi propio programa mínimo de elector potencial, mis aspiraciones más urgentes, prometiendo mi voto al partido que me haga saber que las asume y que las incorporará a su actuación, si llega a formar gobierno.

A la objeción de que ningún partido va a tomarse la molestia de cambiar su programa para conseguir mi voto respondo que eso ya lo sé. Pero opongo resistencia a la tesis mercantilista de la soberanía del comprador (que los apologistas del occidentalismo extienden al mercado de las elecciones); según ella, en el sistema mercantil el comprador es soberano porque tiene la última palabra, siendo dueño de comprar o no comprar. En cuanto a las elecciones, el votante es dueño de votar o no votar.

Evidentemente que soy dueño de comprar o no comprar, pero, si no compro, me quedo sin lo que necesito; lo que ofertan los comerciantes distará de lo que yo deseo, pero ésas son lentejas: o las tomas o las dejas (y te quedas sin comer). Conque en muchos casos, a regañadientes, compro (aunque raras veces estoy satisfecho con la mercadería que me venden; ¡vamos! prácticamente nunca).

En las elecciones tengo al menos (en España) la posibilidad de no votar. Eso sí, me amenazan con que, si no voto a los unos, saldrán elegidos los otros. (Elster ha demostrado, sin embargo, que va contra la racionalidad de la teoría de juegos basar la motivación del elector en un cálculo individual de las expectativas y del efecto causal probable de su votación o su abstención.)

Rehúso someterme a esa amenaza. Claudicar, tragar con ese dictado, lleva a ratificar muchas inmoralidades e injusticias, porque a menudo la alternativa que se perfila es que se perpetren ésas u otras peores.

No niego el principio del mal menor, según el cual, cuando tenemos que optar, hemos de hacerlo --en la medida de lo posible-- de modo que el resultado causal de nuestra opción sea menos malo que las opciones alternativas.

Mas sostengo que a menudo no pronunciarse, no avalar ninguna propuesta, es la mejor opción; a saber: cuando cualquier otra opción hace de nosotros cómplices de una grave injusticia, lo cual es uno de los efectos causales de pronunciarnos. Al apoyar a unos, malos, muy malos, para que no salgan elegidos otros aún peores, cualquiera que sea la eficacia causal de ese apoyo en el resultado final (una eficacia de menos de un diezmillonésimo), lo que es seguro es que se produce ese otro efecto sobre uno mismo.

Habrá ocasiones en las cuales, no obstante, haya que votar por los malos, muy malos, por el peligro de los peores. Sin embargo, tiene que haber un umbral mínimo de diferencia entre las opciones, por debajo del cual no se aplica esa regla de apoyar a la candidatura menos mala. ¿Se da tal umbral en nuestro caso? Habría que demostrarlo.

Sea como fuere, voy a presentar 47 demandas. Son el precio de mi voto. Y no voy a pedir la Luna, ni la República ideal.


I - Democratización de España y política internacional


II - Inmigración


III - Vivienda y medio ambiente


IV - Política socio-económica


V - Cultura y enseñanza


VI - Reforma legislativa y moral pública


Juro que cualquier partido político, sea el que fuere, que acepte al menos 7 de mis 47 demandas obtendrá mi voto el 9 de marzo de 2008. (En el caso de que varios lo hicieran, obtendrá mi sufragio el que asuma mayor número de reivindicaciones.)


Nota

Este artículo, «El precio de mi voto», es propiedad intelectual de Lorenzo Peña, quien, por la presente, permite a todos reproducirlo íntegra y textualmente, en cualquier medio, sin ninguna limitación ni condición.