El Paso de Erez
por Nabil El-Haggar

(Profesor universitario de origen palestino)NOTA 1
traducido por Lorenzo Peña
Quien desee volver a Israel tiene que atravesar un túnel de 5 ó 6 metros de ancho, constituido por dos paredes de hormigón armado de 8 metros de alto, cubiertas con paneles transparentes. Vamos a iniciar la marcha hacia su Majestad, Israel.

Caminamos durante bastante tiempo. Parécenos interminable el túnel, embargándonos el corazón un sentimiento de angustia. Me pregunto qué ocurriría si sufriera una indisposición. Veo las innumerables cámaras de vigilancia que nos observan y trato de tranquilizarme diciéndome que lo verían quienes viven al otro lado y que vendrían a auxiliarnos. Pero también me digo que el lugar donde nos encontramos no es todavía Israel, es un no mans's land, y dudo que llegara a intervenir el socorro israelí.

A la postre, tras haber caminado como medio kilómetro, tal vez más, llegamos ante un gran portón metálico de la misma altura que el túnel.

Unas diez personas esperan ante el portón, en silencio.

Entonces pregunto: «¿Qué esperan?»

-- «Esperamos la Voz», me responden.

-- «La Voz, ¿qué voz?»

-- «La voz que saldrá de lo alto del túnel para darnos instrucciones».

En efecto, un poco más tarde oímos la Voz electrónica gritando en hebreo y en inglés: «dos»; lo cual significa que se autoriza a pasar a dos personas.

Los dos primeros están listos; óyese una desagradable señal eléctrica que anuncia la apertura del portón. Las dos personas pasan, cerrándose tras ellas el portón.

Una hora después me toca pasar a mí; cinco metros más allá, yérguese un segundo portón metálico, y, tras él, cuatro pasillos de menos de un metro de ancho muestran el camino a seguir hasta la siguiente etapa. Ante cada pasillo hay un torno.

Espero. Me imagino que la electrónica acabará por indicarme qué he de hacer en el momento oportuno. La Voz indica «uno», lo que quiere decir que he de colocarme ante del pasillo número 1. Pasan varios minutos. Me hace daño en los oídos un ruido digno de las pesadas puertas con las que antaño se encerraba a los locos furiosos; es para señalarme que está desbloqueado el torno. Lo paradójico es que, a pesar de todo, me alegro de oír ese ruido sin el cual habría podido quedarme bloqueado durante horas.

Empujo el torno con cuidado para que mi maleta no se quede atrapada entre las barras del torno, aleccionado por la observación de una señora acompañada de sus tres hijos, que había tardado más de un cuarto de hora en atravesar el torno sin dejarse una de sus dos maletas o uno de sus hijos atrapados en el torno. ¡Creánme, no es nada fácil!

Camino unos 50 metros por el pasillo metálico. Llego a un segundo torno que marca el paso por un tercer portón metálico.

Tras el portón percíbese la escrutadora para los equipajes y una cabina circular con un doble envoltorio transparente.

Es un sitio donde es preferible no llegar el primero. Eso permite, en cada etapa, proceder a un aprendizaje acelerado, observando a las personas que nos preceden. En lo que se refiere a mí, es la señora con sus tres hijos la que hace las veces de maestra.

Lo primero es esperar a que La Voz nos autorice a depositar los equipajes sobre la cinta transportadora de la escrutadora. Echa a andar y, si todo va bien, la Voz nos autoriza a colocar el bulto; si no, el bulto es rechazado y la Voz ordena depositarlo de nuevo. Parece deducirse de ese trasiego que a cada uno le corresponde hacer las cosas de modo que el bulto sea aceptado por la escrutadora, ya que, si no, el bulto viene rechazado tantas veces como sea necesario, sin que nadie pueda intervenir directamente. Tras varios vaivenes, la señora logra hacer pasar su equipaje.

Colócase la familia ante ese monstruo transparente que me hace pensar en las cabinas de descontaminación de los laboratorios de alto riesgo. Ábrese la puerta de la cabina y la señora comete el error de pasar delante de sus hijos. Demasiado tarde; no se tolera ninguna vuelta atrás: ya está dentro y ha de quedarse ahí. La Voz así lo ordena y, evidentemente, nadie tiene interés en contradecir a la Voz.

En el suelo de la cabina hay dos huellas de pies pintadas de rojo; indican dónde se tienen que colocar los pies. Hay que abrir las piernas; la Voz dice «levante las manos» y, después de un silencio, añade «no tenga miedo». Y de golpe el miedo lo invade a uno. Ciérrase la puerta detrás de mí. Me atruena un sonido tan peculiar como desagradable, que se parece al de las máquinas de lavado automático de coches. En seguida se pone a girar rápidamente el envoltorio móvil de la cabina, al mismo tiempo que suelta una ligera nube cuya composición no sabré jamás --ni, menos aún, si debo temer efectos secundarios de la misma.

Es así escrutado el cuerpo (y tal vez también el alma); ábrese la puerta de salida. Puedo recuperar mi maleta.

En cuanto a la señora y sus hijos, salvo el más pequeño, han pasado el test de la cabina sin mayores problemas. El niño pequeño lo ha pasado mucho peor.

La puerta se abre y su madre, desde el otro lado, le grita que pase. Pasa y la puerta se cierra tras él. Desde donde yo me encuentro, no puedo oír más, pero pasan largos minutos sin que el niño pueda avanzar, mientras que las gesticulaciones de la madre indican claramente que el niño no consigue seguir las instrucciones de la Voz. Por otro lado, me da la impresión de que era materialmente imposible que el niño pudiera colocar sus pies sobre las huellas. Pero no recibe la menor ayuda. Con todo, consigue pasar tras una espera de más de 10 minutos, solo, encerrado en esa cabina grotesca.

Me llama la atención que en ningún momento el niño haya expresado el terror que vivía en esa cabina. A fuerza de sufrir la barbarie de la ocupación, los niños de Palestina han perdido una parte de su sensibilidad. Ya no son meros niños, y eso es insoportable.

Después de la cabina y la cinta, al final del pasillo, veo a un ser humano, en esta ocasión una soldada. Nunca me hubiera imaginado poder sentir algún día como algo agradable ver a un soldado israelí. Tras ese paseo por el reino Mad-Maxiano NOTA 2 y su ambiente apocalíptico, casi siento alivio al ver a esa persona, simplemente por esa apariencia de un ser humano.

Justo antes de que me dirijan hacia el reino de Israel para el control de pasaportes, leo un eslogan escrito en árabe sobre una pared: «¡Sonría, la vida le sonreirá!»

Me acuerdo entonces de otro eslogan grabado sobre una pared en el pasadizo entre Jerusalén y Ramallah, donde también hacían falta varias horas para pasar. Podía leerse: «Les deseamos una feliz espera».


tomado de: La gazette du Golfe et des banlieues
(dir. por Serge Thion)
Nº 58. Verano 2006
traducido y anotado por Lorenzo Peña








[NOTA 1] Nabil El-Haggar, de 52 años de edad, es vicepresidente de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Lila y concejal del Ayuntamiento de Hellemmes. Dirige la colección «Les rendez-vous d'Archimède» y es co-autor del libro Le vivant. Miembro del colectivo CHIC, dirige la revista Les gens d'ici.








[NOTA 2] Alusión a la serie de cuatro películas dirigidas por el Dr. George Miller: Mad Max [«El loco Max»] (1979), Mad Max 2 o «The Road Warrior» (1981), Mad Max Beyond Thunderdome (1985) y Mad Max 4 (2006) (pre-producción). George Miller es también autor entre otras, de la película famosa «El aceite de Lorenzo».


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Lorenzo Peña
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