Antonio Machado

El 2 de mayo de 1808


Págª mantenida por Lorenzo Peña
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Director de ESPAÑA ROJA
Los que presenciamos la toma del Cuartel de la Montaña, en julio de 1936, guardamos el recuerdo de una intuición directa, inconfundible y concreta del espíritu arrollador del pueblo madrileño cuando, guiado por un ideal de justicia o enardecido por el sentimiento de su hombría ultrajada, se decide a afrontar todos los peligros, a obrar hazañas que hubieran arredrado al mismo Hércules. Alguien ha señalado con certero tino su semejanza, o mejor dicho su equivalencia, con la gloriosa jornada del 2 de mayo de 1808. En ambos días se inicia en verdad un levantamiento popular que había muy pronto de convertirse en defensa de la patria invadida y en tenaz campaña por la independencia española. Desde el punto de vista anecdótico de la historia, las diferencias son grandes: el 2 de mayo culminó en trágica catástrofe para los buenos; el día que nosotros vivimos como espectadores apasionados fue una humillante derrota para los perversos, si queréis una victoria de los buenos casi milagrosa, como la de Don Quijote, enhiesto y retador ante la abierta jaula del león. Pero en uno y otro día el triunfo moral es el mismo y el impulso heroico idéntico en lo esencial. Por eso quien estableció el paralelo entre ambas efemérides --siento ignorar su nombre-- supo muy bien lo que decía.

España estaba virtualmente en manos de Napoleón, a quien Fernando VII, el rey charrán, llamó tantas veces «su íntimo y leal aliado, el emperador de los franceses», y Madrid, el heroico Madrid, sufría de hecho el yugo a que hipócritamente y con tácita anuencia de gran parte de la aristocracia le sometían las tropas francesas de Murat, dicho con toda pompa: del excelentísimo gran duque de Berg y Cleves. El abyecto monarca, el deseado Fernando, efímeramente coronado por la abdicación del no menos abyecto autor de sus días, estaba en Bayona, a donde había llegado por etapas y simulando adelantarse para recibir a Napoleón, y desde luego siempre con el propósito de pasar la frontera para servir los planes imperiales. Casi toda la familia real y gran parte de la aristocracia servil habían ya pasado el Bidasoa. ¿Qué otra cosa podía esperarse de aquella familiota de cerdos, brujas y truhanes, que tan portentosamente retrató el satírico pincel de Goya?

Aún quedaba un Borbón en Madrid, el infante don Antonio, a quien se obligó, según se dijo, a abandonar la Corte el día 2 de mayo de 1808. Y fue éste el motivo, el pretexto, o, por mejor decir, la gota que hizo rebosar el vaso del disgusto popular, la chispa que hizo estallar su noble indignación. El pueblo madrileño trató de oponerse a la marcha del último Borbón, pero los guardias que lo custodiaban hicieron fuego para abrirse paso. Todos corrieron a las armas --cito de intento palabras de un escritor fernandino, don Fermín Caballero-- y, conducidos por Daoíz y Velarde y otros militares, empiezan a luchar contra sus opresores y verdugos. Que la jornada fue plenamente popular lo reconoce el mismo cronista reaccionario al confesar que el corto número de tropas españolas que formaban la guarnición no tomó parte porque se había tenido la precaución por las autoridades que las mandaban de mantenerlas encerradas en sus cuarteles. Reparad bien en este hecho.

El heroísmo de Daoíz y Velarde, los inmortales defensores del Parque de Monteleón, el denuedo de otros ilustres militares, consistió entonces, como en nuestros días, en ponerse al lado del pueblo, que era, entonces como ahora, la España verdadera, para combatir a los invasores extranjeros y a los traidores de casa.

Después del triunfo de los opresores las represalias de Murat fueron terribles. En una orden que se dio el mismo 2 de mayo para el ejército francés y que firma Belliard por mandato de su alteza imperial y real, se dice, entre otras cosas, lo siguiente:

SOLDADOS: Mal aconsejado el populacho de Madrid se ha levantado y cometido asesinatos. Bien sé que los españoles que merecen nombre de tales han lamentado tamaños desórdenes, pero la sangre francesa vertida clama venganza. Por tanto, mando lo siguiente:

  1. Artículo primero.-- Esta noche convocará el general Grouchy la comisión militar.

  2. Art. 2º.-- Serán arcabuceados todos cuantos durante la revolución han sido presos con armas.

  3. Art. 3º.-- La Junta de Gobierno va a mandar el desarme de los vecinos de Madrid. Todos los moradores de la Corte que, pasado el plazo de la ejecución de esta orden, anden con armas o las conserven en su casa sin licencia especial, serán arcabuceados.

  4. Art. 4º.-- Todo corrillo que pase de ocho personas se reputará reunión de sediciosos y se dispersará a fusilazos

Hay varios artículos más de la misma laya. ¿A qué seguir? Recordad el lienzo de don Francisco de Goya Los fusilamientos de la Moncloa, ese cuadro sin par que los facciosos de nuestros días hubieran destruido con sus bombas incendiarias si los buenos madrileños y las autoridades de nuestra República no hubieran sabido ponerlo a buen recaudo; en él se ve el vil asesinato de un pueblo inmortal por un sombrío pelotón de verdugos.

Un pueblo inmortal asesinado. Perdonadme la expresión paradójica. La inmortalidad de un pueblo consiste precisamente en eso: en que no muera cuando se lo asesina.

No murió entonces porque la sangre humeante de aquellos mártires surgió la primera guerra de la independencia, las hazañas de Mina y Juan Martín y la derrota del primer capitán del siglo.

No murió, egregios capitanes de nuestros días, porque el pueblo aquel es el mismo que lucha hoy contra el fascio de Europa entera por defender la integridad del suelo español y la libertad del mundo.

Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 215-17.
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