Antonio Machado

Glosario de los trece fines de la guerra (punto XII)
Págª mantenida por Lorenzo Peña
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Director de ESPAÑA ROJA
Requerido el ilustre escritor don Antonio Machado para intervenir en la encuesta abierta para glosar por radio los trece puntos del Gobierno Negrín, ha escrito, con respecto al duodécimo de dichos postulados, lo siguiente:

Los trece puntos del Gobierno de la República. Con esta denominación, designa ya la fama, dentro y fuera de España, una declaración de los propósitos de nuestra guerra, que contiene, al mismo tiempo, los fundamentos de toda una Constitución política, en la cual resplandecen dos grandes virtudes: la de mirar al mañana y la de recoger lo mejor y más esencial de la tradición española.

Yo siento mucho no haber meditado bastante sobre política. Pertenezco a una generación que se llamó a sí misma apolítica, que cometió el grave error de no ver sino un aspecto negativo de la política, de ignorar que la política podía ser algún día una actividad esencialísima, de vida o muerte, para nuestra patria. No es extraño que no sea un hombre de mi quinta, sino de otra posterior, el doctor Negrín, quien tiene hoy la gloria de interpretar, en plena guerra, la voluntad política de España, en un documento que ya la Historia ha hecho suyo, y que merece el respeto y la admiración de todos. Cábeme la profunda satisfacción de no haber sido totalmente recusado en mi vejez por los pecados de mi juventud, de que todavía se quiera escuchar mi voz. cuando tantas otras, justamente autorizadas, tienen la palabra.

El Estado español --dice en el punto duodécimo-- se reafirma en la doctrina constitucional de renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. España, fiel a los Pactos y Tratados, apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones, ratifica y mantiene los derechos propios del Estado español, y reclama, como Potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa general del país. Para contribuir de una manera eficaz a esta política, España desarrollará e intensificará todas sus posibilidades de defensa.

Reparemos en el contenido de este párrafo esencialísimo sin pretender completarlo, porque su análisis completo requiere muy hondas meditaciones, que se exceden en mucho a nuestra capacidad de reflexión. Con toda energía, se hace constar en él que el Estado se reafirma en una doctrina constitucional: la de la Constitución que debe ser sagrada para nosotros, la Constitución cien veces legítima de España, votada en unas Cortes Constituyentes como expresión inequívoca de la voluntad política de la nación, precisamente la Constitución hollada, ultrajada y pérfidamente combatida por militares facciosos que se alzaron en armas contra ella... No lo digo bien; procuraré expresarme con más exactitud. Los militares no se alzaron en armas contra la Constitución, se alzaron con las armas, cobarde y subrepticiamente, para dejarla totalmente indefensa, aunque, por fortuna, los heroicos puños del pueblo supieron defenderla, la están defendiendo todavía.

De modo que el gobierno de la República, en el párrafo duodécimo del documento que analizamos, no promete novedades para ponerse a tono con circunstancias políticas que pudieran serle propicias, sino que se afirma en la doctrina constitucional, que representa la evolución histórica de su pueblo, en el momento en que la traición de dentro y la codicia de fuera surgieron en su camino.

El Estado español se reafirma en la doctrina constitucional de renunciar a la guerra como instrumento de política nacional. Esto quiere decir, y lo dice muy ciertamente, que España renuncia para siempre a toda ambición imperialista, a todo ensanchamiento territorial debido a la violencia. Esta declaración pudiera parecer superflua al pensamiento superficial, pero de ningún modo lo es, porque España, reducida al dominio de su metrópoli, que actualmente se le disputa, ha sido un gran Imperio, y la nostalgia de volver a serlo tendría en ella razones psicológicas muy hondas, que otros muchos pueblos no podrían invocar. Pero España, en su Constitución y en el magnífico documento del doctor Negrín, no las invoca, porque está mucho más allá de ellas. España es, en el fondo, fiel a su historia, al hacer hoy, mutatis mutandis, lo que ha hecho siempre: dar más que recibe. España ha sido, en efecto, un pueblo de conquistadores; América es su gesta inmortal. Pero España no ha conquistado nunca para sí misma, no ha sido nunca un pueblo de presa, como lo han sido otros muchos. Sus conquistas en América van precedidas del descubrimiento de un continente, de todo un mundo nuevo. ¿Qué representan unas cuantas batallas ganadas a los indios por nuestros capitanes ante aquella ingente labor exploradora, de adentramiento y de aventuras en países desconocidos, bajo climas crueles, ante aquella lucha gigantesca contra una naturaleza hostil, inhóspita, abrumadora? La gran gesta española es la conquista de la naturaleza, si queréis, de la geografía para la Historia.

Nunca invocó España --a la manera de los totalitarios-- la virtud de la fuerza para el dominio de los hombres. Se podrán discutir sus razones y sus ideales, de ningún modo su posición ética; porque siempre ha creído servir a una causa más alta que su propio egoísmo.

Cuando el doctor Negrín, en el número doce de su escrito, declara que España renuncia a la guerra como instrumento político, hace una afirmación españolísima, que autoriza y confirma lo más esencial de la tradición española.

España, fiel a los Pactos y Tratados, apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones que ha de presidir siempre sus normas. Reparemos en que cuando el doctor Negrín habla de la Sociedad de Naciones, que ha sido, en efecto, creada para fines tan altos como de ponerse a todos los pueblos bajo el imperio de la justicia, de ningún modo para coadyuvar al exterminio de los débiles para conservar el equilibrio de fuerzas antagónicas entre los fuertes. La política que ella simboliza, de buen o de mal grado, nada tiene que ver con el estado empírico de ese organismo de opereta justamente desacreditado en nuestros días.

España --continúa el documento-- ratifica y mantiene los derechos propios del Estado español, y reclama, como Potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y de defensa general del país. En los momentos que vivimos, cuando se lucha en defensa de los derechos inalienables, no huelga de ningún modo invocarlos, puesto que no falta quien, ciega y bárbaramente, pretende desconocerlos para atropellarlos. España es, efecto, potencia mediterránea por su posición geográfica, por virtud de su historia y por razones étnicas de todos conocidas. Cuando, a título de tal, reclama un puesto en el concierto de las naciones, no tiene ninguna pretensión usuraria, ninguna ambición desmedida. Fiel a su historia, no expresa ningún propósito de hegemonía sobre las naciones de Europa. Porque España, este vasto promontorio del Occidente europeo, gran escudo de Europa durante ocho siglos; España, por quien existen potencias oceánicas y mundiales, ha dado siempre --repito-- más de lo que ha recibido, y este sentido generoso de su actuación en la Historia no lo ha perdido nunca. A cambio de tanta nobleza --digámoslo de paso-- España ha sido víctima de las mayores calumnias; porque hasta el título de europea se le ha negado. Quienes, con total desconocimiento de la Historia y de la geografía, sostienen que el África empieza en los Pirineos, olvidan que en Europa occidental, erizado de sierras y poblado de pechos indomables, merced a los cuales Europa es Europa. Olvidan quienes pretenden disminuir a España como potencia en el mar latino que cuando España había descubierto y daba su sangre a un continente más allá del Atlántico, conservó Venecia la hegemonía del Mediterráneo con la ayuda de España, y que merced a España triunfadora en Lepanto no fue el Mediterráneo un lago totalmente entregado a las amenazas del poderío truco y a las piraterías berberiscas. Miguel de Cervantes, el más egregio soldado en las galeras de España y el más ilustre cautivo europeo que tuvo Argel, viene hoy a nosotros para decirnos: En verdad que ese título de potencia mediterránea no se lo hemos robado a nadie.

Para contribuir de una manera eficaz a esta política --termina el párrafo duodécimo-- España desarrollará e intensificará todas sus posibilidades de defensa. Oídlo bien, amigos muy queridos de Francia y de Inglaterra, porque España no habla el lenguaje equívoco y perverso de las Cancillerías: todas sus posibilidades de defensa, y ninguna de sus posibilidades de agresión. Oídlo también vosotros, mal encubiertos enemigos de la España leal, encaramados en el poder de dos pueblos amigos, que de ningún modo pueden ser enemigos nuestros. La defensa que España quiere desarrollar e intensificar, no es sólo la suya, ¡tan legítima!; es también la que vosotros tenéis abandonada en provecho de nuestros comunes enemigos, que son los más implacables enemigos nuestros. Fiel a su historia, fiel a su tradición, siempre generosa, la España leal al gobierno de su gloriosa República, no sólo defiende la integridad de su territorio y el derecho a disponer de su propio destino: defiende también, y sobre todo, la hegemonía de las dos grandes democracias del Occidente europeo, la llave de un imperio civilizador, las rutas marítimas de otro gran pueblo orgullo de la Historia; y las defiende contra los poderes demoníacos de las llamadas potencias totalitarias, contra la barbarie que amenaza anegar el mundo entero.

Bajo las bombas asesinas de los totalitarios, jurados enemigos del género humano, bajo un diluvio de iniquidades y en plena refriega, España ha tenido el ánimo sereno, la inteligencia clara y el pulso firme para escribir un documento en el cual, sin odios ni jactancias, se expresa la voluntad política de un pueblo. Y no digo más, porque mi deber estricto se limita a comentar el párrafo doce. Otros mejores que yo os hablarán de los demás.


Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 288-92.


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