Antonio Machado

Desde el mirador de la guerra, X
Págª mantenida por Lorenzo Peña
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Director de ESPAÑA ROJA
Conviene no escuchar demasiado los cantos de las sirenas, o mejor dicho conviene no confundirlas con las voces leales. Porque los días se acercan de mayor peligro para este vasto promontorio de Occidente, ancha cola o rabo, ya no del todo por desollar, de la vieja Europa.

Por las puertas de la traición han entrado nuestros enemigos, salvo aquellos que ya estaban dentro, dedicados a franquearlas. En verdad, no faltaron Laocoontes que denunciasen a tiempo lo que llevaba en el vientre el caballo de nuestra Troya republicana. Acaso no gritaron bastante; la verdad es que no fueron oídos. A costa de mucha sangre, saben hoy casi todos en qué consistía la faena de aquel infatigable ensanchador de la base de nuestra República. Pero aquello es ya lo irremediable, y aunque no conviene olvidarlo, fuerza es pensar en otras traiciones más graves, que todavía puede reservarnos una mañana más o menos, nunca demasiado, remoto. Por fortuna, los vigías están hoy en sus puestos; y los oídos son hoy más finos que lo fueron entonces. Conviene no olvidar, sin embargo, que toda vigilancia es poca, y que los gritos de alerta no son todavía superfluos.

Conviene desconfiar, con máxima desconfianza, de todos aquellos que, más allá del Pirineo, nos hablan todavía de la no intervención en España, sobre todo cuando simulan ignorar que la no intervención fue, desde un principio, una groserísima cobertura del convenio entre cuatro gobiernos intervencionistas, dos de los cuales eran auténticos invasores de España; los otros dos, sus indirectos coadyuvantes, pues negaban a España sus más legítimos medios de defensa.

Entre esos simuladores, hay algunos un tanto arrepentidos de su conducta, no por el daño que hicieron a España, sino por miedo a ser señalados entre los suyos como desleales a su patria, porque vendían como política nacional una política de clase. Entre ellos hay alguno que, no contento de contribuir al asesinato de España, vendía a su nación, y además, a su clase. De ése, menos que de nadie, hemos de contribuir nosotros a cohonestar la conducta. Toda nuestra gratitud, en cambio, será poca para nuestros verdaderos amigos de Francia y de Inglaterra, y para quienes, como el representante de la URSS, lucharon sin tregua por entorpecer los manejos hipócritas, y revelar al mundo el cinismo y mala fe de los cuatro gobiernos aludidos, a saber Inglaterra, Francia, Alemania e Italia.

El tiempo continúa su marcha inexorable --fugit irreparabile tempus--, y del porvenir, la inagotable caja de sorpresas, hemos de confesar que sabemos muy poco. No tan poco, sin embargo, que todo no sea absolutamente imprevisible: también lo esperado puede saltar como la liebre, cuando menos se espera; la caja de sorpresas nos reserva esa sorpresa más. España ha sido, en verdad, consecuente consigo misma cuando, bajo un diluvio de iniquidades, ha adelantado el pecho, para pasar el Ebro, y escribir a su margen la más gloriosa gesta de su historia. Entre las viejas cuentas del astuto abogado de la City, ha surgido esa cifra inesperada y desconcertante. Nosotros la esperábamos, aunque, al producirse, nos asombre.

España ha sido consecuente consigo misma, cuando el doctor Negrín la ha proclamado como sustentadora de los valores éticos universales, cuando el doctor Negrín y Álvarez del Vayo han exaltado en Ginebra --la hoy lamentable Ginebra, tantas veces antaño patria y asilo de la libertad-- el gesto españolísimo, y han sabido oponer la suprema hombría de bien al despotismo del fascio inverecundo y a la suprema avilantez del fascio encubierto. España ha sido consecuente consigo misma cuando, abrumados nosotros por la adversidad y en los momentos de mayor angustia, nos ha hecho sentir el supremo orgullo de ser españoles. De suerte que ya sabemos que no todo fue sorpresa en lo pasado, y sospechamos que no todo ha de serlo en el futuro.

No hemos tampoco de apartar nuestros ojos de las iniquidades previstas, porque la mayor parte de todas tal vez se guisa ya en las cocinas de nuestros adversarios. Fuera de España, en la brumosa Albión, hay alguien que no duerme, porque, como Macbeth, ha asesinado un sueño, y no precisamente en su castillo de Escocia, sino en el corazón de la City. Es de esperar que en la pendiente del crimen y del miedo, también como Macbeth, no pueda detenerse. Por lo demás, sus brujas lo engañarán con la verdad, hasta el fin. Tampoco él ha de creer en el milagro del bosque semoviente, ni en el invulnerable ardimiento del hijo de la loba... romana. No agotemos el símil. Él irá hasta el fin, el suyo, que no lleva trazas de ser demasiado gallardo. Procuremos nosotros apartarnos de su camino, mas sin quitarle ojo. Y, cuando gritemos, que se nos oiga más allá del Atlántico.

Antonio Machado, La Guerra. Escritos: 1936-39. Ed. por Julio Rodríguez Puértolas y Gerardo Pérez Herrero. Madrid: Emiliano Escolar Editor, 1983, pp. 278-80.


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