CONSIDERACIONES SOBRE EL GULAG:
EN TORNO A UN ARTÍCULO DE JAVIER MUGUERZA
**Nota** 4_1

Lorenzo Peña

En su colaboración al Número de El Ciervo dedicado a José Luis López Aranguren (Nº 468, feb. 1990, pp. 8-9), J. Muguerza asevera que lo que mayor desafío constituye a las ilusiones de una filosofía progresiva de la historia es, en nuestro siglo al menos, la existencia del Gulag. Que, en cambio, hechos como Auschwitz pueden explicarse cual realizaciones de una ideología del mal (y --cabría añadir en esa línea, precisamente desde puntos de vista contra los cuales se delinea la posición, o la preocupación, de Muguerza-- acciones de las fuerzas que por su propia índole están constreñidas a actuar en sentido opuesto a la marcha de la historia, resistencias u obstáculos al progreso que ha de crearse la propia Razón impulsadora de tal marcha o proceso a fin de, sólo venciéndolos, alcanzar su propia realización). El Gulag, no. El Gulag ha sido perpetrado en nombre de los más resplandecientes ideales de progreso, de racionalización de la organización y actividad social, de emancipación del ser humano de cualquier opresión y desigualdad. Y, sin embargo, ha consistido en una terrible opresión, en la desigualdad de que se vean sometidos a un trato durísimo muchos que, comoquiera que fuesen las cosas, no lo merecían --si es que alguien lo merece. Pareciera, pues, que seguir a estas alturas queriendo cobijar a una moral social en una filosofía de la historia sería desconocer que los oropeles de tales filosofías pueden o suelen servir para --ocultando la genuina tarea moral que ha de afrontarse individualmente y pase o vaya a pasar lo que pasare-- de algún modo justificar atrocidades como ésa.

No desconozco que hoy tales pareceres encontrarán una aprobación abrumadoramente mayoritaria, ya que no del todo unánime. Y entre los poquísimos que no vean las cosas enteramente así la gran mayoría preferirá coincidir con Muguerza en el juicio histórico acerca de los hechos aludidos, sólo que alegando que, por más que su perpetración se haya escudado en ideales de progreso, en el fondo se trataba de una modalidad --pero más solapada-- del mismo género de concepción teórica y de acción práctica que las que engendraron los campos de exterminio, o por lo menos algo que igualmente iría en sentido opuesto a la marcha histórica. El stalinismo constituiría tal degradación, deformación y desnaturalización del marxismo que habría desembocado, en el fondo, en una ideología que, de los ideales iniciales y progresivos de la doctrina de Marx, conservaría quizá tan sólo denominaciones, apariencias, fachadas, al paso que en lo esencial encarnaría una variante del reaccionarismo: el poder de una clase --o casta, o al menos capa-- burocrática privilegiada; una exaltación patriótico-nacionalista, contraria al internacionalismo obrero de principios de siglo; una vuelta atrás --con respecto a logros que lo precedieron-- en la vida familiar, en el tratamiento del arte, y en otros campos; en fin, un asfixiante acartonamiento, una confiscación de la libertad de pensar, un aplastamiento del individuo; mientras que, por el contrario, el colectivismo de Marx nunca quiso ser otra cosa que un plan de organización social que, suprimiendo la explotación de una clase por otra, diera campo libre a la plena realización del individuo --a la inversa de los ideales, colectivistas en un sentido mucho más fuerte, de otros teóricos del comunismo en la primera mitad del siglo XIX, teóricos que otorgaban existencia a los entes colectivos, a los cuales Marx únicamente parece reconocer una «existencia conceptual», pues lo real es, para él, singular. (Paréceme muy atinada a este respecto la observación de Muguerza de que quienes ven en el stalinismo una perversión no resuelven satisfactoriamente la dificultad.)

Claro que una parte de quienes ven las cosas más o menos así empiezan luego a descubrir elementos precursores de las deformaciones estalinianas en Engels, y alguno, más atrevido, las encuentra también en Marx.

No es mi propósito entrar en tales disquisiciones marxológicas; mi argumentación se sitúa resueltamente fuera del materialismo histórico y, en general, del marxismo. Con agudeza y perspicacia señala Muguerza en el artículo citado que una «ética del progreso» (que, en el contexto de su artículo, viene claramente asociada a una filosofía de la historia --como esas, creo entender, que se arriesgarían a querer seguir tutelando a la ética de alguna manera) puede articularse en torno a una concepción metafísica y aun teológica. Posibilidad efectivamente realizada. Que lo así articulado guarde, no obstante, muchísimas semejanzas con el materialismo histórico es algo que no habría de sorprender demasiado; más de uno ha creído hallar subyacentes a las formulaciones de los fundadores de tal doctrina enfoques muy enraizados en una tradición onto-teológica (a Engels se le ha reprochado que aquello en lo que prefigura las rigidificaciones estalinianas sería en gran parte motivado por un hegelianismo subyacente al que muestra creciente apego en sus últimos años).

Bien sé que Javier Muguerza es opuesto al consecuencialismo ético en general --si bien cuidadosamente distingue (hácelo de nuevo en el artículo citado) entre consecuencialismo en general y utilitarismo en particular. No es éste el lugar para debatir acerca de esa espinosa cuestión de teoría ética. Lo que sí deseo decir es esto: bien está rechazar de plano el consecuencialismo (o sea: la tesis de que la bondad de un acto viene determinada, al menos en parte, por consecuencias del mismo), pero con tal de que sea un rechazo consecuente. Ahora bien, es difícil ser un anticonsecuencialista consecuente. `¡Haz el bien y no mires qué va a pasar a consecuencia de ese bien!' Como si el acto mismo pudiera individuarse, pudiera ser ese acto en vez de otro, y un acto de tal índole, en lugar de ser de otra índole, independientemente de su papel causal en el entramado de los acontecimientos humanos y no humanos.

Desde luego que el abogar, frente a tal posición, por un consecuencialismo no nos obliga a aceptar el utilitarismo en ninguna de sus versiones clásicas. El utilitarismo aspira, entre otras cosas, a abolir o ignorar los conflictos de valores y deberes, erigiendo una norma o pauta única. Y eso, por atractivo que resulte a sobrehaz, acaba desmoronándose ante una crítica seria. Lo que en cualquier caso no resulta compatible con ningún consecuencialismo es la tesis de que las consecuencias no son éticamente pertinentes.

Un enjuiciamiento moral que sea radicalmente anticonsecuencialista no podrá sino condenar todas las revueltas, triunfantes o no, de los oprimidos. El proyecto moderadamente reformista de los Gracos, al suscitar la inevitable oposición de los optimates, hubo de acudir --para tratar, a la postre infructuosamente, de realizarse-- a muertes, a violencias, a ilegalidades. Y lo mismo proyectos ulteriores más o menos similares como el de L. Apuleyo Saturnino. Y no digamos el alzamiento de Espartaco que tan sólo pudo resistir varios años a las legiones romanas imponiendo una disciplina rayana en el terror entre sus propias tropas (para no hablar de los muchos ciudadanos no esclavistas a quienes dieron muerte los sublevados). Quince siglos después, si Lutero lanzó el célebre ataque contra los campesinos y anabaptistas --la primera insurrección comunista en la historia, con algunos precedentes parciales en los siglos inmediatamente anteriores--, no cabe duda de que pudo alegar los asesinatos y las violencias cometidas por quienes eran el blanco de sus iras. Y no eran culpables todas las víctimas de esos campesinos, ni todas las víctimas de los insurrectos de Münster años después. Ni cabe duda tampoco que, de haber podido consolidarse en el poder alguna de tales insurrecciones, hubiera tenido --para conservarlo algún tiempo y en medio del hostigamiento general-- que implantar un régimen de terror; que no habría impedido el que acabara sucumbiendo ese poder revolucionario, como en nuestros días ha acabado sucumbiendo en Rusia el régimen fundado por Lenin; por un procedimiento o por otro, los más fuertes en cada momento histórico llevan, en ese momento, las de ganar.

A pesar de todo muchos hoy nos sentimos muy próximos a tales insurrecciones revolucionarias del pasado, sin por ello idealizarlas.

¿Por qué no enfocar del mismo modo el Gulag? Hágase un balance. Cómo ha evolucionado Rusia de 1923 a 1953 --o hasta la fecha que se quiera situar como fin del estalinismo-- en comparación con el mundo capitalista (que, ¡obsérvese bien!, abarca también al Congo, al Nepal, a Indonesia). Y cómo ha influido o dejado de influir la existencia de ese régimen en el propio mundo capitalista (inicio de las políticas de reformas, seguridad social, nuevas reglamentaciones laborales, independencia, nominal al menos, de las colonias, desprestigio y disminución de discriminaciones raciales y de otro tipo, etc.)

Quizá hoy mate cada año el Fondo Monetario Internacional a más personas en nuestro planeta --a través de las políticas de austeridad que impone a quienes están a su merced-- que todas las víctimas de 29 años de terror estaliniano. Y por supuesto el Fondo Monetario Internacional es agente de ciertos grupos y de ciertos líderes, que tienen nombres y apellidos. Y esas muertes son sin contrapartida alguna: países como el Perú, como Costa de Marfil y tantos otros son hundidos por el capitalismo cada vez más en el hambre, la miseria y la desesperación. Veremos si el capitalismo restaurado en Europa Oriental consigue al menos mantener algunos de los logros del socialismo estaliniano, o si lo que lleva a cabo se cifra en una catástrofe para aquellos pueblos.




4_1.

Artículo escrito en abril de 1990 y enviado, con solicitud de publicación, a la revista El Ciervo, la cual dio la callada por respuesta.volver al cuerpo principal del documento




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