Un balance a contracorriente de la experiencia del comunismo real **Nota** 5_1

Lorenzo Peña

Que las cosas son empeorables es una verdad de Pero Grullo que sin embargo viene a menudo desatendida. Quizá el origen de tal desatención estriba en el desconocimiento de que casi todo se da por grados, en lugar de darse en una supuesta alternancia entre un totalmente sí y un totalmente no. Una vez admitida tal dicotomía, es fácil tender a un excesivo negativismo, puesto que la constatación de cualquier defecto puede llevar a uno a pensar que da igual por qué pueda venir sustituida aquella situación cuya imperfección se ha registrado.

Hay ejemplos innumerables de ese género de equivocaciones. Cuando se debate en este país acerca de alguna de las reformas del gobierno del PSOE, los defensores de éste alegan a menudo que, cualesquiera que sean los inconvenientes que se hayan seguido o se vayan a seguir de tales reformas (p.ej. la ley de extranjería, la Ley de Reforma Universitaria, la llamada reconversión industrial, los nuevos planes del bachillerato, la nueva ley de orden público [perdón: de «seguridad ciudadana»], el incremento de la participación española en la NATO, etc.), en ningún caso puede, sin embargo, tratarse de volver a la situación anterior, ya que la misma encerraba aquellos problemas, aquellas dificultades, aquellos males que han desembocado en que, como reacción a los mismos, haya sido elaborada y se haya promulgado ya o vaya a promulgarse la reforma de marras.

Sí, claro, la situación anterior era mala, pero eso no justifica la nueva situación ya creada o en vías de creación, puesto que la nueva es mucho peor. Sí, no cabe duda de que la actual política de las clases dominantes reaccionarias es peor en muchos aspectos que la que aplicaban esas mismas clases hace años. El motivo del cambio está, probablemente, en la modificación de la coyuntura económica. Pero no es eso lo que hace al caso. Lo importante es que en todos los aspectos citados ha habido un empeoramiento, y que, en esos aspectos, volver atrás, si se pudiera, sería desde luego un mal menor --y, por ende, un bien relativo.

El derrumbe de los regímenes del comunismo real no sólo ha suscitado el entusiasmo de la burguesía sino que ha desalentado y apabullado a casi todos los sinceros partidarios del comunismo hasta el punto de que se oye casi unánime la declaración de que uno no añora el estado de cosas anterior a tal derrumbe, ni ha de añorarlo, ni lamentar que se haya producido ese desmoronamiento, puesto que la situación anterior encerraba los males que han dado lugar a su socavamiento primero y derrocamiento después.

Permítaseme discrepar y ser el único (hasta donde yo sé) en tener otra opinión al respecto. Coincido con quienes piensan según lo acabo de señalar en creer que la situación anterior al derrumbe encerraba muchos males. Coincido seguramente con ellos, o con los más de ellos, en creer que no va a ser posible volver a tal situación. En un sentido estricto, nunca se vuelve a nada, claro; pero en un sentido lato, sí hay retornos (aunque para quienes tienden a desconocer los grados resulta un poco difícil desentrañar ese sentido lato del volver a algo anterior). Sea como fuere, en las circunstancias presentes no va a haber vuelta, porque faltan fuerzas capaces de llevar a cabo el retorno en cuestión. Ni las hay en la URSS, ni en China, ni en Albania o en Bulgaria, ni en ningún otro de los países exsocialistas. Ni las hay ni las va a haber en el futuro previsible. Cuando llegue a haberlas, el pasado socialista estará tan lejos y la situación en ese entonces será tan diferente que ya no se tratará de volver a aquello. Podrán creer los revolucionarios de dentro de 50 años que vuelven, p.ej., a la revolución bolchevique, pero estarán haciendo algo nuevo, estarán forjando nuevos modelos. Los viejos podrán servir de inspiración, mas nunca podrán ser copiados; igual que la revolución francesa se imaginaba restaurar las democracias de la antigüedad mientras que lo que hacía (inspirándose en aquella vieja tradición) era, sin embargo, algo sumamente novedoso, irreducible a cualquier modelo anterior.

Por lo tanto, es verdad que no cabe volver a la situación anterior al derrumbe. No siendo posible, no es deseable, salvo en el sentido en que acaso sería deseable que tuviéramos alas para volar (sin perder nuestros otros atributos que nos permiten la vida humana tal como la tenemos). Pero --y aquí radica mi discrepancia con todas las personas a quienes he aludido-- eso no significa que no sea lamentable el derrumbe. Porque la situación anterior, con todos sus inconvenientes, era cien veces menos mala que la derivada de ese derrumbe. Y por lo tanto quienes condenamos el desorden capitalista reinante tenemos (a mi juicio) la tarea de luchar por una situación que, sí, será nueva, irreducible a cualquier situación pretérita, pero más se tendrá que parecer a las situaciones del comunismo real que a la de la economía de mercado. Con todas sus imperfecciones (muchas de ellas, a mi modo de ver, inevitables), los logros de los que fueron regímenes del comunismo real seguirán siendo fuente de inspiración y motivos de aliento para las luchas futuras contra el sistema capitalista. Aliento, porque la experiencia ha demostrado la posibilidad de establecer alternativas al capitalismo, alternativas menos malas que él, alternativas capaces de conseguir no sólo mayor igualdad social, sino, además, para los trabajadores, para los de abajo, para los pobres, unos niveles de vida superiores (sin cargar la explotación sobre las masas miserables de otros países --que es lo único que ha logrado hacer el capitalismo, aliviando un poco aquí a expensas de agudizar la explotación allá). Esa posibilidad está históricamente probada. No es ningún sueño, pues, la idea de derribar al capitalismo e implantar una economía planificada, sin propiedad privada, y en la cual las desigualdades sociales sean infinitamente menores que bajo el capit alismo.

El alborozo de la burguesía por todo lo que está pasando se explica muy bien. Pareciera que lo que se ha demostrado históricamente es que tales intentos sólo desembocan en mayores tragedias, y por lo tanto lo mejor es, cuenta habida de todo, quedarnos como estamos. Esa idea de que la economía de mercado y la democracia burguesa constituyen, como mínimo, el mal menor es compartida también por cuantos alegan que en verdad nunca ha existido el socialismo, que lo que ha caído no tenía nada de socialista, porque en esos regímenes del comunismo real los bienes sólo nominalmente pertenecían al pueblo, perteneciendo de hecho a un sector social dominante y prácticamente explotador. Es secundario qué rótulo se le adjudique, a tenor de ello, al sistema que así se quiere describir (o denigrar): el de capitalismo de estado, el de una nueva sociedad de clases irreducible al capitalismo, o de cualquier otra manera.

Uno de los argumentos que (desde las célebres alegaciones de Charles Bettelheim) más sirven para apuntalar tales conclusiones es el siguiente. El marxismo enseña que lo determinante son las relaciones de producción. Éstas vienen expresadas como relaciones de propiedad; pero esa expresión pertenece al nivel de la superestructura jurídica. En todo caso, las auténticas relaciones de producción consisten en el control que unos hombres (unas clases) ejercen sobre otros a través del control que ejercen sobre los medios de producción. Mientras éstos estén de hecho en manos de una minoría de la población, será esa minoría la poseedora real de tales medios de producción; por lo tanto será ella la dominadora y explotadora.

Pero todo ese argumento de que las relaciones de producción de los regímenes del comunismo real eran relaciones de posesión de los bienes productivos por la minoría gobernante se basa en una noción de propiedad o posesión consistente en el originamiento de las decisiones. Y es una concepción fácilmente refutable por los absurdos que se seguirían. En efecto, lo que están queriendo decir quienes argumentan del modo indicado es que, cuando los administradores de los bienes productivos no están sujetos al control de los de abajo, no son éstos los originadores últimos de las decisiones, mientras que, cuando sí lo estén, o lo estuvieran, entonces, y sólo entonces, serían los de abajo los originadores últimos de las decisiones --al menos por la vía de la elección libre de sus representantes, quienes someterían su gestión a aprobación o desaprobación de los electores (en la votación siguiente).

Ahora bien, según eso cada votante español es co-propietario de los bienes pertenecientes al Estado; cada elector habitante de un municipio lo es de los pertenecientes al Ayuntamiento; cada dueño de un piso lo es de los pertenecientes a su comunidad de vecinos. Esa supuesta co-propiedad no nos sirve de nada, sin embargo. Pagamos impuestos a esos tres niveles y poco o nada nos beneficiamos. El derecho de entregar periódicamente una papeleta de voto servirá de consuelo a los conformistas, pero a muchos no nos reconforta nada.

En cambio, supongamos que los dirigentes de una comunidad de vecinos a la que pertenezcamos (o los del Ayuntamiento, o --para mucho suponer-- los del Estado) administran esos bienes nominalmente comunes en provecho general, pero que su nombramiento no emana de elección libre. En tal caso, tendríamos, sin embargo, más razón en ver a esos bienes nominalmente comunes como efectivamente comunes, como «nuestros». Si eso es así, entonces lo que hace que una propiedad sea de alguien es que se administre en provecho de ese alguien, según su interés. Las relaciones de producción capitalistas estriban en que la administración de los bienes productivos se lleva a cabo desperdigadamente en función de los intereses también dispersos y contrapuestos de las diferentes familias capitalistas. Nada semejante sucedía en los regímenes del comunismo real; o sucedía en medida infinitamente menor. Quienes estén en desacuerdo tienen que demostrarlo, no limitarse a reconocer que era más o menos verdad que las élites gobernantes en tales regímenes actuaban hacia los gobernados de manera asistencial y bienhechora, pero paternalista y por ello monopolizando ellas la propiedad real de los medios de producción.

Quizá se vea esto todavía mejor en el caso de las personas que no pueden ejercer el derecho a voto: los menores de 18 años, los muchos enfermos a quienes resulta o imposible o muy difícil votar, y todos aquellos que, por mil y una circunstancias de la vida, no han accedido a los niveles de conocimiento y decisión que les permitan hacer uso de su derecho a votar, o hacer un uso del mismo que sea para ellos significativo. Según la concepción de en qué consiste la propiedad que estoy proponiendo, también ellos pueden ser co-propietarios; no según la concepción que estoy criticando.

Quejábanse los alemanes del Este de que los gobernantes de la RDA los trataban como a niños. Helos ahora tratados como mayores: son libres de votar por unos o por otros (dentro de un orden, se sobreentiende), de viajar y extasiarse ante la Torre Eiffel o el Taj Mahal. A los cuatro millones de parados de esa porción oriental de Alemania les quedará ese consuelo de saber que, si tuvieran dinero para hacerlo, nadie les impediría el viaje. En todo caso, según el punto de vista aquí criticado esos desempleados son [sólo] ahora co-propietarios al menos de los bienes nominalmente pertenecientes al Estado alemán, mientras que antes nada tenían, puesto que --según tal punto de vista-- la democracia es condición necesaria, aunque no suficiente, para el socialismo. En cambio, desde el punto de vista que estoy defendiendo, la democracia será buena o mala, realizable o no en tales o en cuales circunstancias (eso habrá que investigarlo y no meramente darlo por sentado sin pruebas), pero el que se den unas relaciones de posesión colectiva de los medios de producción no dependerá de la presencia o ausencia de ese factor de configuración de la superestructura política que es la organización democrático-representativa del Estado.




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Este artículo fue originalmente publicado en en Vanguardia Obrera, núm. correspondiente a la semana del 19 al 25 de junio de 1991.volver al cuerpo principal del documento




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