El paneuropeísmo, de Viena a Maastricht **Nota** 16_1

Lorenzo Peña


Véanse también otros documentos contra el paneuropeísmo

En 1815 los reyes de toda Europa se compinchan en Viena para establecer la primera Comunidad Europea, la Santa Alianza que va a someter la soberanía de los diversos estados europeos a una supra-soberanía formada por el consenso de los monarcas. Así, cualquier veleidad revolucionaria sería cortada de raíz por la intervención conjunta de los mismos. Dicho y hecho. Esa comunidad europea de los soberanos es la que unos pocos años después, en 1823, encarga a los Borbones de Francia invadir nuestra Patria --la expedición de los cien mil hijos de San Luis-- para restaurar en su plenitud el poder de la monarquía borbónica en Madrid. En Verona funcionaba una comisión paneuropea de policía y vigilancia contra las acciones subversivas, como ahora opera la coordinación de las fuerzas represivas europeas contra la inmigración.

Los poderosos lograron entonces, como ahora, embaucar a la abrumadora mayoría de la opinión. La santa alianza fue aclamada por la prensa con entusiasmo, porque traía la paz al continente, la amistad, la cooperación. Pero los pueblos acabaron rebelándose contra esa comunidad de los soberanos. Tras la caída de los Borbones en Francia, la santa alianza fue languideciendo. Quienes habían querido parar la historia se vieron frustrados.

La unión paneuropea decidida el año pasado en Maastricht está mucho mejor preparada. Esta vez quienes se unen son los magnates capitalistas, que han heredado el poder de la nobleza feudal (manteniendo para ello, donde las circunstancias lo han propiciado, el trono de los monarcas --de los doce países pertenecientes a la CEE, sólo la mitad son repúblicas). Su unión llevaba ya mucho tiempo preparándose. Y se va a ampliar en el futuro. Trátase de formar un grande super-estado europeo, una gran potencia económica, política y militar, dentro de la cual mantengan empero sus parcelitas de poder los capitalistas de cada país --y, por lo tanto, donde corresponda, los respectivos monarcas.

Pese a las diferencias, predominan las semejanzas con el congreso de Viena. En ambos casos las clases dominantes reaccionarias constituyen un conglomerado supra-estatal que reduce considerablemente la soberanía de los distintos países, en nombre de la armonía, concordia, paz y amistad europeas, pero para exclusivo beneficio de esas mismas clases explotadoras y en detrimento de los pueblos, de sus aspiraciones, de sus intereses.

Han cambiado muchas cosas desde entonces, sin embargo. El principal objetivo de las clases dominantes europeas hoy es mantener su explotación, su saqueo y su yugo sobre el tercer mundo, sobre los países pobres de América Latina, Africa y Asia. O la tajada que les toca en ese saqueo, que comparten lo mejor que pueden con los capitalistas de Norteamérica y del Japón. De esquilmar a esa inmensa masa de miles de millones de seres humanos, muchos de ellos sumidos por el capitalismo en una espantosa miseria, es de lo que más se lucran las burguesías de los países prósperos --entre ellas las europeas. Por eso, a diferencia de 1815, ahora la alianza económica y política paneuropea va más que nada enfilada contra los del Sur. Ese es un factor nuevo.

Pero no deja de guardarse, a pesar de esa y otras diferencias, gran similitud con lo de entonces. Lo que angustiaba a los reyes en 1814 era que sus pueblos se sublevaran y les quitaran el trono y hasta a lo mejor la cabeza; o que al menos cercenaran su poder absoluto. Es evidente que las situaciones de cambio radical, revolucionarias o reformistas, no pueden nunca darse a la vez en muchos países, sino siempre en este o aquel país, que, siendo el eslabón más débil de la cadena, se rompe o se relaja. Así en 1820 el pueblo español se levanta contra el absolutismo de Fernando VII, y hay luchas revolucionarias en Italia, mas Europa en su conjunto está quieta. La Santa Alianza aprovecha eso para intervenir aquí.

En la actual situación europea y para un largo período previsible no va a haber coyuntura revolucionaria, desde luego, pero, de surgir ocasiones, si no de revolución social, al menos de presiones populares a favor de cambios (no están tan lejos las luchas de los años sesenta, al fin y al cabo), las mismas se darían aquí o allá, y más probablemente en Italia, o en España, o en Grecia o en Portugal, p.ej. La nueva santa alianza de Maastricht sirve para poner coto a eso, cortar por lo sano y ahogar cualquier ilusión de cambio social de ese género. Es más, sirve para prevenir eso, pues, al amputar enormemente el margen de poder soberano de los diversos estados, al supeditar toda su política y su economía a las directrices conjuntas de la oligarquía paneuropea, pierden mucho de su sentido acciones de huelga, protesta y manifestación contra tal o cual gobierno. Éste siempre se escudará con los mandatos recibidos de arriba, de las cumbres de poder de la comunidad. Lo cual no quita para que nos estén pintando día a día esa misma comunidad como un dechado de perfecciones y bienes para todos, sin mezcla de mal alguno.

El mal de esa unión está bien visible. Es un instrumento para someter y doblegar aún más a los pueblos de los países pobres del sur. Es un arma para desalentar y, llegado el caso, aplastar cualquier intento popular de cambio social en algún país miembro de la comunidad europea. Y, más inmediatamente para nosotros, encierra mecanismos que conducen a la ruina de quienes no poseen suficiente fuerza competitiva. Tal es nuestro caso, según es sabido. El gobierno real ha previsto, con sus medias palabras de costumbre, un gigantesco aumento del desempleo en nuestra Patria para el año 1993, o sea con la entrada en vigor del Acta de Maastricht. Nuestros campos se están quedando baldíos, nuestras industrias están cerrando. No somos oráculos y no vamos a profetizar nada, pero es muy probable que los porcentajes de incremento del paro superen de aquí a un par de años cualquier cosa conocida en la historia de España. Claro que los mandamases de la alta burguesía paneuropea nos darán limosna. ¡No faltaba más! No quieren ellos ningún estallido. El capitalismo, en lugar de proporcionar a los obreros y los campesinos españoles un medio digno de vivir de su trabajo, les tendrá que dar un medio aunque sea indigno de no morirse de hambre. Cortan los subsidios regulares de desempleo, y luego, ante la situación explosiva que ello podrá acarrear de aquí a uno o dos años, tendrán que habilitar otros procedimientos, quizá humillantes, de beneficencia, sin caer en la prodigalidad ni en la generosidad excesiva, porque no está el horno para tantos bollos, ni siquiera para tantos panes de borona.

Tampoco se justifica la unidad europea por razones históricas, ni mucho menos, ni por razones geográficas. ¿Vamos a tragarnos que España tiene entorno sólo por el Norte y el Oeste? No, los vínculos históricos entre España, por un lado, y el Norte de Africa, por otro, son mucho más fuertes y estrechos que los que nos unen a países de allende la cordillera pirenaica (casi habría que decir: que nos desunen de esos países). La cuenca del Mediterráneo constituye una unidad muchísimo más natural, más fundada en la geografía y la historia de las civilizaciones. Lo único que une a Europa son los intereses de los magnates en contra de los pueblos --aparte de la bendición pontificia del Sr Papa Juan Pablo II, con su ridícula proclamación de San Benito como Patrono de Europa, cosa que se saca él de la manga, sin ninguna base ni precedente histórico. Esa bendición papal a la unión paneuropea confirma el carácter de la misma.

¿Podría cambiar algún día la naturaleza de tal unión? ¡No! Mientras exista, será lo que es, un haz de opresores y explotadores. Cuando se vaya rompiendo esa cadena (lo cual sucederá, antes o después), será por eslabones, no por una milagrosa mutación de la cadena en su conjunto. Y cuando los proletarios de los países europeos se unan, no se unirán más entre ellos que con los de los países del Sur. Ni tenemos en particular los españoles motivo ninguno para unirnos más a los daneses o a los alemanes que a los argelinos y marroquíes y tunecinos --y a los guineos, y a los latinoamericanos. En el lejano futuro no habrá estados ni fronteras, pero ésa no es razón para apoyar ahora el monstruoso engendro anexionista de la alta burguesía pan-europea.

Por supuesto los revolucionarios han de luchar en todos los frentes y aprovechar los resquicios y las tribunas que una u otra coyuntura puedan depararles. Pero han de proclamar ante todo la gran verdad de que la Europa unida sólo es un arma contra los pueblos del tercer mundo, contra los inmigrantes que vienen aquí de esos pueblos, ahogados por la miseria en la que los hunde el capitalismo, y también contra cualquier posibilidad de cambio social en los propios países miembros de la CEE. A corto plazo, esa unión europea conlleva para países como España una postración económica y un desempleo gigantesco. Además de acarrear la pérdida de nuestra independencia. Una pérdida, no en aras de una unión de pueblos, sino de una unión de explotadores.




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Artículo publicado en Octubre Nº 6 (verano de 1992).volver al cuerpo principal del documento




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