¡Luchemos por la abolición de la tauromaquia!

Lorenzo Peña

El libro de Luis Gilpérez Fraile La Vergüenza nacional: La cara oculta del negocio taurino (Madrid: Ediciones Penthalón S.A., 1991, ISBN 84-86411-62-9) sirve de ocasión para que lancemos, desde estas págªs de España Roja, una campaña a favor de la abolición, inmediata y total, de las corridas de toros y demás festejos salvajes, sádicos y degradantes que han fomentado e impulsado los sucesivos gobiernos reaccionarios y antipopulares, al servicio de los intereses de la oligarquía financiera y terrateniente.

Principales soportes de ese espeluznante negocio de la tortura y la muerte atroz --infligida a unos pobres animales que no han cometido ningún delito-- son: en primerísimo lugar, el trono, que preside incluso algunas de tales sesiones de público martirio; desde luego, los círculos monárquicos, como el ABC y la legión de aristócratas, latifundistas, traficantes adinerados de las ganaderías y las exhibiciones de sangre y violencia; también las grandes empresas constructoras, que se lucran del dinero público que se les da por las obras de edificación y mantenimiento de plazas de toros; los medios corruptos del pseudoarte, entremezclados --casi fundidos-- con la propia oligarquía, a la que ascienden y en la cual se integran los toreros mejor remunerados por sus infames crímenes, que dejan pequeños a los de todos los alcapones juntos: todos esos dueños de cortijos, figurones del espectáculo sanguinario, estrellas de las revistas del pseudocorazón (por lo duro que lo tienen).

No podemos postergar para más tarde la denuncia del crimen taurino. Un pueblo que perpetra tales crueldades no puede ser feliz ni puede esperar que lo traten con benevolencia o benignidad sus gobernantes. No puede ser civilizado ni respetado un país en el que se perpetran, a la luz pública --y en medio del jolgorio y el sádico entusiasmo de muchedumbres atrasadas--, decenas de miles de muertes por tortura cada año contra parientes nuestros, cercanísimos en la evolución zoológica, primos hermanos en verdad.

Según lo recoge en su libro The Cuban Revolution el historiador Hugh Thomas (Londres: Weidenfeld & Nicolson, 1971), el Presidente Fidel Castro Ruz sostuvo en una ocasión que las corridas de toros no podrían celebrarse en Cuba porque el pueblo cubano es bondadoso y se sublevaría contra quienes quisieran organizarlas. No es, pues, el Mahatma Gandhi el único antiimperialista de nuestro siglo que ha sostenido que el progreso moral de un pueblo se mide por cómo trata a los animales no humanos.

Además, en nuestro caso --dado el papel que juegan en el infame negocio de la tortura la dinastía borbónica así como la nobleza y sus asociados y testaferros--, la lucha contra las crueldades infligidas a los pobres animales indefensos e inocentes corre pareja con la lucha por la República y por el avance social, por el retorno a la España progresista del 14 de abril de 1931, una España en la que se vayan cercenando los privilegios de las castas dominantes y se vayan dando pasos hacia la igualdad social.

Lo que sigue es una serie de extractos del magnífico libro de Luis Gilpérez Fraile.

En la págª 57 se recoge una encuesta efectuada por la empresa ALEF para el Ministerio de Cultura en 1984, publicada en la revista TIEMPO el 9 de septiembre de 1985. La pregunta era: `¿Le gustan, le son indiferentes o no le gustan las corridas de toros?' Éstos fueron los resultados: Le gustan: 34,6%; Indiferente 14,6%; No le gustan 50,8%

En un sondeo, efectuado esta vez en Cataluña por la empresa METRA 6 por encargo de la Consejería de Agricultura y publicado en Febrero de 1989, los favorables a la prohibición fueron el 53% de los encuestados, y los contrarios a la prohibición el 44,1%.

(Otro dato más, que --por ser reciente-- no ha podido venir recogido por Gilpérez en su estupendo libro: el sociólogo Amando de Miguel ha publicado los resultados de una encuesta suya en el periódico pro-taurino ABC, el 17-03-1996: 35 % de los españoles nunca miran las corridas que transmite la TV; al 33 % no les gustan nada; el 19 % dicen que su disfrute de tales transmisiones es `normal' [?]; sólo al 13 % les gustan mucho. [¡Figúrense Uds! ¿Cómo puede uno no mirar nunca las corridas en la TV a menos que se abstenga por completo de ver emisiones televisivas o practique un denodado y sistemático zapping para escapar a las imágenes de sangre y horror?])

En la págª 65 cita Gilpérez estas palabras del exministro Barrionuevo (en Cambio 16):

[la fiesta nacional] no es barbarie, ya que la barbarie es la negación del arte. Aquí la violencia también es hermosa. Partiendo de un enfrentamiento violento se puede llegar a una estética violenta que se convierte en arte. El que estadísticamente mueran más toros que toreros no le quita a la fiesta la emoción ni el riesgo que la hacen hermosa.

Al requeté Barrionuevo la proporción de uno a un millón le parece una bagatela estadística. Unos gobernantes que piensan así no es extraño que acudan al terrorismo de estado. Si alguien considera legítimo y loable, a fuer de estético y artístico, el empleo --contra inocentes víctimas que no le han hecho nada malo-- de la violencia gratuita (¡y qué violencia, qué torturas, qué espeluznante ensañamiento! --eso lo calla el personaje), ¿cómo no esperar que ese mismo alguien y sus socios acudan a todo tipo de violencia contra individuos sospechosos de haberles hecho o querido hacer algo malo, o de haber simpatizado --al menos en parte-- con quienes les hayan hecho algo malo (o con otros que, a su vez, hayan simpatizado con los primeros, o con parientes suyos, o...), o simplemente susceptibles de ser confundidos con otros que estén en alguna de esas situaciones?

En la págª 66 dice Gilpérez lo siguiente: en Andalucía, llamada cuna del toreo ¿acaso desconocen que este «Padre de la Patria Andaluza» [Blas Infante], como gustan llamarlo, era un acérrimo antitaurino y autor de un decálogo en favor de los animales?

En la págª 74 recuerda Gilpérez esto: El Papa San Pío V solicitó a un grupo de españoles ilustres informes de primera mano sobre las corridas, y sobre su base promulgó el 1 de noviembre de 1567 la bula «De salutis gregis dominici», en la que «deseando que estos espectáculos tan torpes [vergonzosos] y cruentos, más de demonios que de hombres, queden abolidos en los pueblos cristianos»; dictaba pena de excomunión a los emperadores, reyes y cardenales que los consintieran, a los clérigos que asistieran a ellos, y se negaba la sepultura cristiana a los toreros muertos en el transcurso de alguna lidia.

En la págª 75 menciona que en 1920 el Secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Gasparri, escribió: «La Iglesia continúa condenando en alta voz como lo hizo la Santidad de Pío V, estos sangrientos y vergonzosos espectáculos».

Monseñor Mario Canciani, consultor de la Congregación para el Clero de la Santa Sede, le recordaba a este corresponsal [de Diario 16] que todo aquel que muriese en una corrida de toros está condenado al fuego eterno... «Hoy, muchos laicos que luchan denodadamente contra la corrida se preguntan qué ha hecho la Iglesia contra esta ignominia»...

Igualmente, siempre según la investigación histórica de Monseñor Canciani, todos los que frecuenten estas fiestas como actor o espectador, están excomulgados. (Diario 16, 5-6-89)

En la págª 76 añade nuestro autor: El Papa polaco, haciendo un estudio de la Biblia, recuerda que «el hombre, salido de las manos de Dios, resulta solidario con todos los otros seres vivientes, como aparece en los Salmos 103 y 104, donde no se hace distinción entre los hombres y los animales». La conclusión de Juan Pablo II es que la «existencia de las criaturas depende de la acción del soplo-espíritu de Dios, que no sólo crea, sino que también conserva y renueva continuamente la faz de la Tierra».

Hasta un papa tan reaccionario como Don Carlos Wojtyla es, según lo vemos, muchísimo menos cruel que lo son en España los gobernantes, magnates y detentadores del cetro, la riqueza y el poder.

De lo que dice Gilpérez en las págªs 101-102 están sacados los siguientes párrafos.

La llamada Fundación de Estudios Taurinos recibe importantes ayudas de instituciones públicas, es decir, dinero de todos los contribuyentes, para sufragar los gastos de unos presuntos estudios con los que la mayor parte de los contribuyentes estamos en desacuerdo. Vean ABC 23-03-1990. Aquí tienen a un equipo de veterinarios utilizando sus conocimientos para crear nuevos instrumentos de tortura, que además acceden a que sus estudios sean examinados, y aprobados o no, por cuadrilleros, los cuales, caso de no estar conformes con los resultados, pagan a otro equipo, y así, hasta que encuentren quien les haga las cosas a su conveniencia.

Los experimentos con estas picas continuaron, y por reseñas aparecidas por ejemplo en ABC (20-07-1989) nos enteramos que seis novillos, anteriormente rechazados para la lidia por «defectuosos» fueron picados a puerta cerrada para probar la bondad de los nuevos instrumentos. También nos enteramos que los novillos de referencia (El Correo de Andalucía de 21-07-1989) `sangraron lo suficiente'.

En la págª 103 señala Gilpérez que el Departamento de Antropología de la Universidad de Barcelona ha recurrido ante el sindicato de Greujes --el Defensor del Pueblo Catalán-- la ley de protección de los animales del Parlamento Catalán que, autorizando las corridas de toros, prohíbe aquellas manifestaciones y fiestas populares en las que se tortura a animales.

En las págªs 110-111 dice Gilpérez:

Es decir, que si hemos leído bien, el mundillo, que siempre niega la crueldad de «su» espectáculo, acepta sin embargo que los puyazos «deterioran» excesivamente las zonas musculares y provocan sangrías inaceptables. Sus técnicos coinciden en que un solo puyazo destroza al toro, y desde luego prefieren que dicho destrozo sea efectuado en tres tiempos par mayor goce de la afición [..]. Cuando... los veterinarios y ganaderos solicitan que disminuya el tamaño de las puyas, no hacen sino desviar la atención, pues la actual puya tiene una longitud de «sólo» 10 centímetros hasta la cruceta, y sin embargo los picadores, siguiendo instrucciones de sus maestros, causan boquetes de hasta cuarenta centímetros a base de empujar y profundizar [...]

Manuel Sanz Torres, veterinario de la plaza de las Ventas y facultativo del equipo que analiza las astas de las reses en la Escuela Nacional de Sanidad... reveló que en 1988 sólo llegaron a la Escuela las astas de 200 toros... cuando se tiene la sospecha de que el afeitado supera el 90% de las reses que se estoquearon en la temporada (declaraciones que recoge Joaquín Vidal en un comentario publicado en El País de 04-03-1989).

En la págª 114 cita nuestro autor estas declaraciones:

El toro no tomaba los engaños, no pasaba y conforme transcurría la lidia iba desarrollando cada vez más sentido, hasta el punto que hubo que meterlo en los chiqueros para que sangrara pues no había forma de llevarlo al caballo del picador».

(Relato de un amigo del matador Caballero que estaba presenciando un entrenamiento del torero y cuenta a la agencia EFE, según crónica publicada en ABC el 19 de abril de 1990.) Y comenta Gilpérez:

¿Se imaginan qué se esconde tras esa frase de «meterlo en los chiqueros para que sangrara»? Quizás sea mejor no saberlo. Cuando uno se entera de estos detalles, tiene la sensación de que aquí en España existe una banda de perversos que gozan de cierta patente de corso para someter a los animales a las más despiadadas torturas. Unos torquemadas que en circulares cámaras de torturas disponen de seres vivos a los que pinchar, sangrar, cortar y despedazar, sin otros límites de crueldad que los que su libre albedrío marque.

Cerraré este recensión con una somera recapitulación de datos que aporta Luis Gilpérez en su libro. Recordemos que las despiadadas leyes y órdenes ministeriales que regulan esos detalles y someten a decenas de inocentes víctimas cada año a esa horripilante tortura hasta la muerte llevan la firma del sanguinario tirano Francisco Franco, de los verdugos que se sucedieron al frente del Ministerio de la Gobernación, como Camilo Alonso Vega, y de quienes luego han tomado su sucesión y relevo tras el fallecimiento del déspota. (Y desde luego no son menos culpables cuando no han expedido nuevos decretos ni órdenes al respecto, dejando, con esa inacción, que siga en vigor lo promulgado por quienes les precedieron y les legaron el poder.)

Antes de entrar en la arena, el toro ha sido sometido en el toril --una espantosa mazmorra-- a horribles malos tratos y vejaciones, como la de recortarle los cuernos, hacerle padecer el peso de enormes sacos de arena durante horas, etc. Al final de esa tortura prolongada, sus pies son bañados con aguarrás para que no pueda quedarse quieto; sus ojos recubiertos de vaselina para que disminuya su ya muy deficiente visión. Luego lo golpean con instrumentos punzantes e hirientes para obligarlo a entrar en el ruedo. El pobre animal, despavorido, trata de huir. Sólo ve colores fuertes y cálidos y por donde ve uno intenta escapar, sin saber que es una vil y canallesca trampa de los torturadores y asesinos para martirizarlo y, encima, burlarse de él.

Empiezan las faenas. Se lo somete a tres picas. (Añadamos de nuestra cosecha este dato, sacado de la enciclopedia Quid: El toro Almendrito fue sometido a 43 picas en 1876. Cuando excepcionalmente un toro no está medio-muerto tras la segunda o tercera pica, se le infligen picas adicionales hasta que ha perdido casi toda su vitalidad y medio-yace moribundo.)

La pica es, por disposición «legal», de acero cortante y punzante, terminada en un arpón de 10 cm, seguido por una cruceta o varias; la cruceta es un disco, que a menudo penetra profundamente en el cuerpo del animal; el picador, con pericia, abre en el toro un boquete enorme, que puede ser de casi medio metro, girando con saña su instrumento de tortura, que va perforando y despedazando los órganos internos del animal. La hemorragia así causada provoca un torrente de sangre, que se vierte abundantísimo no sólo a través de las heridas externas, sino frecuentemente también por la boca.

Luego vienen las banderillas, asimismo de acero cortante y punzante (según lo manda el Boletín Oficial del estado). Algunas banderillas tienen un arpón de 80 mm (las de castigo, a las cuales es sometido el pobre toro cuando ha logrado zafarse de una de las picas); las otras son un poco menos largas. Los garfios o arpones hincados profundamente por los banderilleros en el cuerpo del toro causan un espantoso dolor con cada movimiento del animal, porque giran y se voltean, continuando hasta el último minuto de su desgraciada vida el desgarre y ahondamiento de las profundas heridas internas. No hay límite al número de banderillazos: tantos como sea menester para dejar al toro medio muerto. La espada del matador tampoco lo remata siempre, ni mucho menos. Entonces viene la faena de los puntilleros, que con sucesivos golpes de puñal reducen sus últimos hálitos vitales hasta hacerlo perecer ensangrentado, asfixiado, en una agonía lenta que estremecería a cualquier persona misericorde.

Y a los datos de Gilpérez añado éste (tomado de la misma fuente, el Quid, nada sospechoso de parcialidad antitaurina o antiaristocrática, ¡todo lo contrario!): cuando excepcionalmente un toro, por su singular bravura, ha sido «indultado» (¡qué palabreja!: «¡indultado!», ¡como su fuera él el delincuente y no la víctima!), hay que sacrificarlo porque está totalmente destrozado por dentro. Tal fue el caso del toro Jaquetón, p.ej.

Tales datos no pueden dejar indiferente a nadie. ¡Que no nos vengan con monsergas de que hay que aplazar la lucha contra la tauromaquia para cuando el ser humano haya alcanzado una vida mejor, o para cuando se haya establecido la justicia entre los humanos, o el comunismo, o lo que sea! Los trabajadores no merecen mejor suerte, España no merece mejor suerte, la familia humana no merece mejor suerte si siguen perpetrando o consintiendo sistemáticas crueldades de esa envergadura y, encima, como espectáculo, para diversión. Y para ganancia de los poderosos que matan dos pájaros de un tiro: embrutecen al vulgo, degradándolo, alejándolo así de los ideales de bondad consonantes con planes de justicia y de sociedad igualitaria, generosa, fraternal; y hacen un pingüe negocio, a costa del dinero público.



Lo que ha suscitado inmediatamente la redacción de este artículo-recensión es el proyecto de corrida goyesca en la Plaza Mayor de Madrid al que se aludió en el Editorial de este Nº 1 de España Roja. En cuanto conocimos tan infame proyecto nos movilizamos, y pudimos conseguir, pese a estar en temporada estival, un respaldo internacional de muchas personas de buen corazón, que agradecemos cordialmente. Quienes no tienen buen corazón son nuestras autoridades. Ya sabemos. ¡Cuantísimos de esos personajes fueron centuriones de Falange Española Tradicionalista y de las JONS, y siguen llevando en su sangre las ideas de violencia y brutalidad, de la vida como milicia, de la dialéctica de los puños y de las pistolas!

No es tan de extrañar que me haya responddido, en nombre del Presidente de la comunidad de Madrid, un personero de tal Presidencia, Doña Ana Román, Directora del Gabinete del Presidente, la siguiente carta:

GABINETE DEL PRESIDENTE Comunidad de Madrid
N.Ref.: PM/bel
SALIDA Nº 3700
Madrid, 26 de julio de 1996
Sr. D.
Lorenzo Peña
C/ Foresta, 17 8º B
28760 TRES CANTOS (Madrid)

Estimado amigo:
Por indicación del Presidente de la Comunidad de Madrid, acuso recibo de su carta del pasado día 22 de Julio en relación a las fiestas taurinas.
Como sin duda conoce, la tauromaquia cuenta en Madrid y en España, con una importante tradición de gran arraigo popular, que ha permitido mantener y conservar, con un reconocido prestigio internacional, la raza del toro de lidia en nuestro país.
Desde la Administración regional, debemos respetar las peculiaridades y singularidades de nuestras regiones, pero también allí dónde se produzcan puntuales abusos debemos corregirlos.
En relación a la corrida goyesca a la que hace referencia, traslado copia de su carta al Centro de Asuntos Taurinos, para que puedan informarle al respecto.
Atentamente, Ana Román
Directora del Gabinete del Presidente


Termino este artículo con un escueto comentario a esa carta. La tauromaquia no ha permitido conservar ninguna raza de toro de lidia, porque no hay tal «raza»: la familia del toro bravo es un grupo étnico, no una raza propiamente dicha. Por otro lado, si se ha conservado tal «raza» porque se destina a los machos jóvenes de la misma al martirio, lo clemente es dejar de conservarla y --practicando los oportunos cruces con miembros de otras familias bovinas-- reinsertar o reintegrar a ese linaje bovino en la común variedad del bovino doméstico a la que pertenece y de la que artificialmente se ha querido apartarlo.

Está muy bien respetar particularidades y singularidades inofensivas, como que unos canten la jota y otros bulerías, unos lleven pelo corto y otros largo, unos se desnuden en las playas y otros se cubran hasta el rostro con un velo si lo desean. Mas no es lícito inhibirse de una carga y responsabilidad moral que impone a cualquier gobernante la obligación de prohibir crímenes, atrocidades, actos sádicos, sea contra miembros de la raza humana o contra parientes nuestros de otras especies.

Decir que han de corregirse sólo puntuales abusos en una práctica que es, toda ella, un horrendo y monstruoso crimen, inigualado en su ferocidad, es sancionar y respaldar a lo peor que perpetra hoy el ser humano, que es la tauromaquia. Tal vez los abusos a que hace referencia la Sra. Ana Román sean los del toro embolado y similares; mas, siendo espeluznantes todos ellos, no hacen sino añadir detalles secundarios a la práctica del martirio y la tortura sistemática en que consisten las corridas. Lo esencial no está en esos refinamientos de la tortura a los pobres animales que se les ocurren a los alcaldes reaccionarios ávidos de ganarse el aplauso de la canalla, sino en la institucionalización generalizada del sádico y demoníaco espectáculo taurino.




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