ACOTACIONES AL «MANIFIESTO FUNDACIONAL DEL PARTIDO DEMOCRáTICO DE LA NUEVA IZQUIERDA (Madrid. 25 Abril 1996)»

Lorenzo Peña

Parafraseando a Albert Einstein, cabría decir que, preguntado uno acerca de si es o no de izquierda, tendría primero que pedir que se le defina qué se entiende por `izquierda'. Cierto que las más de las palabras que usamos en nuestra conversación y en nuestros debates no vienen definidas, sobreentendiéndose que sabemos --más o menos-- de qué se trata en cada caso. Sin embargo, están sujetos a depreciación o devaluación los significados de muchas palabras --especialmente de aquellas de las que se usa y abusa en contextos de controversia política. Puedes estirar un poco uno de tales significados y no pasa nada; puedes seguir estirando y no pasa nada. Llega un momento en el que, o la palabra en cuestión resulta inservible (cosa que sucede hoy, a juicio de quien esto escribe, con la palabra `izquierda') o, como mínimo, hay que exigir una definición a quienes la usan --pero principalmente a quienes hacen de ella un estandarte o una seña de identidad.

Llamándose, ya al nacer, `partido democrático de la nueva izquierda' (PDNI en lo que sigue, para abreviar), la nueva formación se autocalifica sólo con esa cuádruple denominación: es un partido, es democrático, es de izquierda y de una izquierda nueva.

No entraré aquí a discutir si la nueva formación es, o aspira a ser, un partido. Albergo serias dudas de que aun en eso se esté usando la palabra con propiedad, con rigor y sin equívocos; mas, sea como fuere, es un asunto menor; las formas de agrupación u organización son múltiples, flexibles, variables a lo largo de la historia, y nada prueba que un partido político en el sentido clásico o tradicional (tradicional desde mediados del siglo XIX) sea la mejor manera de participar colectivamente en la cosa pública.

Que el nuevo partido es democrático es algo que cabe dar por descontado y por supuesto. En la España de hoy, en la que la cultura política y las presuposiciones comúnmente admitidas exigen una adhesión al principio de la democracia, sería extraño que una nueva fuerza política no hiciera profesión de ser democrática. Ahora bien, al insertar en el título mismo de la formación, a manera de distintivo, ese rótulo de `democrático', los promotores aspiran sin duda a mostrar algo más que el mero hecho de que ellos son genuinos demócratas; porque también lo son --supónese-- los demás sectores adheridos a los principios de libertades políticas, derechos sociales y elecciones libres; entre ellos sus socios de coalición (sería curioso que, si no, y siendo ellos una fuerza ante todo democrática, estuvieran en coalición con no-demócratas). Evidentemente, la denominación tiende a mostrar que la democracia les es algo propio, que es una seña de identidad específicamente suya, o que el compromiso con la democracia es asumido de modo particularmente fuerte, vivo o intenso por esa nueva formación que por otras que han constituido la izquierda clásica.

Lo que sucede es que hubo, en la izquierda clásica, un célebre distingo entre democracia burguesa y democracia proletaria. Hoy, desde luego, sólo una minoría de nostálgicos o fundamentalistas creen que tenga vigencia, sin matizaciones, ese distingo, al menos expresado en los términos clásicos. La vida ha cambiado, el contexto de las luchas de clases ha cambiado, y esa dicotomía, en su forma clásica por lo menos, es hoy difícilmente articulable de manera que responda a las condiciones actuales y a la cultura política de nuestro tiempo. Mas una cosa es eso y otra muy diferente sería negarle al distingo toda posibilidad de, reelaborado, tener impacto en nuestra vida política de hoy.

Lo nuclear en la vieja propuesta de una democracia proletaria y no burguesa era la queja de que, pese a las apariencias, no hay en la sociedad capitalista equidad en la distribución real de los derechos de participar en la vida pública por parte de las diversas clases sociales y sus respectivos miembros. Si se establece como criterio de democracia el que la consulta electoral se efectúe regularmente y, en cada caso, tras una participación equitativa de los diversos sectores interesados, entonces habrá que concluir que en el sistema actual no existe genuina democracia, toda vez que la participación no es ni remotamente equitativa: quienes poseen el dinero, los medios de comunicación, los recursos, las influencias, la capacidad de pasilleo, están constantemente ejerciendo una presión sobre los gestores de la cosa pública y sobre la opinión, están financiando de diversos modos a las fuerzas que les son favorables y, en tales condiciones, no hay cómo medirse en un terreno de juego electoral imparcial y con armas iguales. Frente a esa situación, había que buscar una alternativa, que pasaba por eliminar la disparidad o iniquidad básica consistente en una desigual, y no merecida, distribución de los recursos.

Fuera o no coronada por el éxito aquella busca (¡debátanlo los historiadores!), parece seguro que --si una fuerza quiere ser continuadora de lo que fue la «izquierda», cuando la palabra no estaba aún tan desgastada y vaciada de contenido como lo está hoy--, tendrá que asumir ese viejo anhelo a que, si ha de haber democracia, ésta sea una democracia genuina y auténtica, en la que las fuerzas contendientes que se disputen el apoyo electoral se midan en condiciones de igualdad; y que eso no cabe en una situación de desigualdad social, con un reparto de recursos inicuo y ajeno a consideraciones de mérito personal. En suma, que no cabe en un régimen de economía de mercado y de propiedad privada.

Asimismo, la vieja añoranza de una democracia que no fuera burguesa, que no fuera como los sistemas políticos electorales que existen bajo el capitalismo, contenía una reivindicación de que se tomaran los derechos de los seres humanos globalmente. No es más derecho humano el derecho a constituir partidos políticos que el derecho de cada uno a una vivienda digna, a un puesto de trabajo decentemente remunerado, a la ayuda colectiva frente a circunstancias de enfermedad o infortunio, a la solidaridad y generosidad, en casos así, de los demás miembros de la sociedad. Si democracia es un sistema político en el que se diriman pacíficamente y por vía electoral los desacuerdos en el marco de un respeto a los derechos humanos, no hay democracia en tanto en cuanto no haya, también, respeto a esos derechos, o sea no la hay en situaciones de profunda y radical injusticia.

Poco o nada de todo eso parece haber en el documento aquí comentado. La ausencia de consideraciones así, y el contexto del documento, sugieren a las claras que lo que de democrático tiene el nuevo partido es la aprobación del sistema electoral actual con las libertades políticas que lo acompañan, sin exigir una reestructuración a fondo del mismo ni una reorientación y globalización del reconocimiento de los derechos humanos como premisa para una genuina democracia. En suma, el nuevo partido es democrático en el mismo sentido y de la misma manera que lo son las fuerzas representadas en el Parlamento, del signo que sean.

Siendo ello así, ¿cómo explicar la denominación o titulación de `democrático' que han escogido como distintivo de la formación? Está claro que, en un contexto de conversación o comunicación, no escoge un grupo tal o cual denominación o titulación más que si, de un modo u otro, sugiere o insinúa con ello que --al menos de manera profunda, o cabal, o radical-- sólo ese grupo merece tal denominación, o que él la merece más que las alternativas pertinentes. Las alternativas pertinentes no tienen que ser forzosamente todos los demás grupos dedicados a una actividad similar, sino aquellos que, en el contexto peculiar que se dé, son vistos como opciones alternativas. En nuestro caso, el PDNI obviamente sugiere, en el contexto específico y en el entorno en el que surge y al cual se dirige, que otras fuerzas cuyo carácter de fuerzas de izquierda no está en discusión son menos auténtica o radicalmente democráticas, o que no son todo lo democráticas que se desearía. Está claro que se apunta al partido comunista, y que la alusión, transparente, es que el partido comunista no ha sido un partido genuinamente democrático y que le quedan resabios de no-democracia. Lo malo es que eso queda más en la alusión que en la declaración explícita, y que no se argumenta como sería menester.

El partido comunista ha seguido una larga y tortuosa trayectoria en su historia y, si hay un ejemplo de falibilidad, él lo constituye de manera manifiesta. Mas no se trata ahora de saber si el partido comunista acertó o erró, sea en 1920, en 1950, en 1990 o ahora. Aquello de que se trata es de saber si la nueva formación aporta algo mejor, en lo tocante a la democracia, que lo defendido y asumido al respecto en las posiciones actuales del partido comunista (al cual claramente se contrapone la nueva formación como la alternativa que, dentro de la coalición de izquierda unida, surge con el marchamo de los rasgos de novedad y democracia).

Y es dudoso. Porque no hay en los pronunciamientos de la nueva formación nada que vaya --ni siquiera tímidamente-- en el sentido de una denuncia del carácter no-democrático de la democracia burguesa; nada en el sentido de una indivisibilidad de los derechos humanos --de una anulación práctica, al menos en cierta medida, de los derechos formales de participación política cuando y donde no se garantice de hecho el derecho a la vida digna, al trabajo, a la vivienda, al amparo frente al infortunio. No hay nada en el documento que señale la necesidad de una democracia en la que la participación en los debates políticos sea equitativa y no forzada a golpe de millones por los magnates de la banca y los adinerados. En ese contexto, antes bien, da la impresión de que lo que es visto como democrático de veras es el asumir sin pestañear y sin reservas, a título de democracia genuina, el sistema político existente. Las reservas o dudas con relación al carácter democrático de ese sistema serían --entonces-- indicios de lo no-democrático de quien las emitiera o sostuviera, mientras que la adhesión sin falla ni quiebra al sistema político imperante constituiría un genuino y radical democratismo.

Puede que esta interpretación sea errada o abusiva. No es lícito afirmar la corrección de esa lectura de manera categórica, faltando, como faltan, elementos de juicio. El documento aquí comentado no aporta al respecto más que sugerencias, en las que no hace falta demasiada suspicacia para ver --dado el contexto en el que se produce el surgimiento de la formación-- unas insinuaciones o una alusiones en el sentido apuntado en párrafos precedentes. También el mismo silencio con relación a la definición de los términos fundamentales de la nueva propuesta --entre otros el de `democrático'-- viene a corroborar tal sospecha, haciéndola verosímil. Sin embargo, a la espera de nuevos documentos, es prudente y razonable dejar esto en una cautelosa conjetura exegética y nada más. (Si acaso hay que lamentar la falta de precisiones y detalles por parte de los redactores del texto comentado.)

Queda, entonces, como rasgo característico claro, y claramente propio, de la nueva formación el de ser izquierda siéndolo nueva, o sea el de ser izquierda, sí, pero izquierda nueva, de un nuevo tipo, con una izquierdosidad de nueva planta.

Asáltanos, ante todo, la inquietud de saber qué sea eso de izquierda. El documento no lo define, desde luego. Mas sí aporta, a falta de definición, una caracterización, un criterio --o lo que el documento llama unas `señas de identidad'. Señas que son tres: (1ª) libertades básicas, (2ª) antifascismo; (3ª) protección social.

No hay que atribuir gratuitamente a los autores del documento el desatino de sostener que la adopción de esa triple posición sea una condición necesaria y suficiente para ser de izquierda. Estaría fundada esa atribución si se nos diera eso a título de definición, o incluso de criterio en sentido estricto y fuerte. Mas se nos da sólo a modo de un género laxo de criterio, de eso que se llama a menudo `señas de identidad'. Si lo tomáramos al pie de la letra --como definición o como criterio en sentido estricto--, concluiríamos que fuerzas de izquierda son casi todas las fuerzas con representación parlamentaria en los países miembros de la OCDE, ya que todas o casi todas admiten el principio de las libertades «básicas», se declaran hostiles al fascismo y aceptan el principio de la protección social (aunque --salvo los partidos comunistas y ciertas fuerzas similares o próximas-- generalmente tienden a poner más énfasis en el primero de esos principios).

Mas lo que posiblemente trata de hacer el documento es señalar algo así como que se es tanto más de izquierda cuanto más hondamente comprometido está uno con esos principios tomados en su unidad.

No parece muy acertado incluir el antifascismo como un rasgo característico de la denominación de `izquierda'. El fascismo es un fenómeno históricamente circunscrito; esa denominación cuadra sin duda perfectamente con el movimiento político de Benito Mussolini, mas surgen dudas cuando se quiere aplicar por analogía fuera del ámbito de movimientos similares en la Europa de los años 20-45. En todo caso, la Comuna de París no fue antifascista, ni lo habían sido los true levellors (genuinos igualadores) de la revolución inglesa del siglo XVII (uno de los primeros movimientos políticos comunistas), ni lo serían los espartaquistas alemanes de 1918. No parece acertado elevar la oposición a un movimiento político circunstancial y coyuntural al rango de seña de identidad de lo que es una tendencia multisecular y hasta plurimilenaria (la aspiración a la igualdad y hermandad de los miembros de la especie humana).

En verdad, si descendemos a ese terreno de averiguar a qué se han opuesto en nuestro siglo quienes han recibido, más indudablemente, la denominación de `izquierda', tendríamos que enumerar muchas otras cosas y no sólo el fascismo; tendríamos que poner en la lista al imperialismo, al belicismo, al colonialismo y al racismo. Desde luego muchísimos belicistas, imperialistas, colonialistas y racistas no han sido fascistas; algunos fascistas no fueron racistas.

Sean o no fascistas las tiranías sanguinarias que hoy oprimen sin piedad a muchos pueblos, con el sostén y la bendición de las capitales de la Europa democrática y de Norteamérica (tiranías como la de Mobutu en el Zaire, Eyadema en el Togo, Abasha en Nigeria y tantas otras), no parece caber duda --ni seguramente será disputado por los autores del documento aquí comentado-- que la oposición a ese tipo de regímenes es tan seña de identidad de la «izquierda» --de lo que se ha venido llamando así-- como la oposición a los regímenes de Hitler, Mussolini y Francisco Franco.

(Dicho sea de paso, en eso salen muy mal parados los socialdemócratas, ya que ellos han apoyado y sostenido, cuando no ayudado a implantar, a varios de esos regímenes, como el de Mobutu en particular --intervención reiterada del gobierno socialista belga en el Zaire en contra del movimiento lumumbista.)

La postulación de las libertades básicas es asumida también por quienes, en la escena política del mundo occidental, suelen llamarse `de derechas'. Si hay que tomar esa postulación como signo identificativo de la izquierda tal vez será, o bien porque se haga con mayor hondura, con mayor radicalidad, o bien porque se trace un catálogo de tales libertades que no deje fuera a derechos humanos como los ya señalados del derecho a una vida digna, a un puesto de trabajo, una vivienda, ayuda frente a todas las formas de infortunio y desgracia. Lamentablemente, el documento nos deja sumidos en la incertidumbre o en el desconocimiento total acerca de los propósitos o las ideas de sus autores al respecto. El lector merece que, cuando a él se dirige una nueva fuerza política, en el momento de su constitución, para proclamar lo que la misma juzga que es el mensaje más importante y urgente que tiene que vehicular, no se lo deje en la perplejidad o en la ignorancia sobre un asunto tan medular. Sin embargo, es una falla de este documento el que sus autores no hayan visto la necesidad de salir de las vaguedades cuando se enarbola la bandera de las libertades --y más cuando se hace de esa bandera una seña de identidad de la denominación misma escogida para plantar al nuevo partido en el tablero de las opciones alternativas disponibles en la vida política española.

Queda, entonces, la protección social. De nuevo, así sin más, es dudoso que tal principio no sea hecho suyo hoy (y desde hace muchos lustros) por la gama más amplia de fuerzas políticas. Hay ultrancistas (sobre todo adalides de una cierta teoría económica neoliberal) que se oponen a ese principio; sirven los intereses de fuerzas más serias que ellos, las cuales se permiten luego desmarcarse de tales aspavientos iconoclastas, y, matizando, declararse a favor del principio de la protección social «bien entendido».

Los malpensantes, los que quieran merecer una denominación de no ser pro-establishment, habrían de señalar --al esgrimir como seña de identidad propia ese principio de protección social-- que ellos lo entienden «mal», o sea, sin edulcorarlo, aguarlo o rebajarlo; que la protección social es una protección en la que cada miembro de la especie humana (como mínimo) sea ayudado por la colectividad humana planetaria ante cualquier situación de las que suscitan la protección, como la pobreza, el desempleo, la enfermedad, la minusvalía, o cualquier otro percance que afecte a sus vidas e impida su felicidad; y que sea ayudado en toda la medida en que lo permitan los recursos disponibles hoy.

Lamentablemente, el documento ni siquiera hace un elenco de puntos concretos de protección social. En eso es hasta menos osado que la --ya de suyo floja, ambigua y deslavazada-- Constitución vigente del 06-12-1978. No hay mención en el documento del derecho a una vivienda digna, ni del derecho a un puesto de trabajo. Esperemos que, en futuros materiales, el PDNI subsane esas lagunas. Con todo, no deja de asaltarlo a uno (y ese uno es el autor, en particular, del presente comentario) una gran ansiedad: por mucho que, en el futuro, aclaren, pulan o puntualicen su posición los promotores del nuevo partido, ¿cómo explicarse esos olvidos, esas lagunas, esas carencias en el documento fundacional de la nueva formación? ¿Qué confianza podemos tener en que esas reivindicaciones de justicia sean algo que les sea caro, un afán hondamente arraigado en su corazón, un motivo profundo de su actividad política?

Así pues, eso es lo que el documento fundacional aquí comentado tiene que decirnos con relación a la izquierda. Izquierda no es, en esa acepción, una tendencia a la comunidad de bienes, no es una tendencia hacia la supresión de la propiedad particular, no es una tendencia hacia una sociedad en la que los miembros de nuestra especie posean todo en común y se comporten, unos para con otros, como miembros de la común familia humana. Izquierda es una tendencia no definida mas a la que --laxamente y sin pretensiones de estricto rigor (si las hubiera, sería peor)-- se caracteriza por esa triple seña de identidad del antifascismo, las libertades políticas y la protección social. De Winston Churchill a Jaques Chirac pasando por Amintore Fanfani, Konrad Adenauer y Lech Walesa podrían replicar que, vistas así las cosas, ellos pueden optar legítimamente a ese título. (Los autores del documento seguramente les denegarían tal título.)

Mas queda algo importante por examinar: no es una izquierda cualquiera; es una izquierda nueva. ¿Dónde está la novedad?

Si la izquierda vieja fue la marxista, en los tiempos en que los eslóganes en circulación eran del tipo de la lucha de clases y la revolución proletaria, lo nuevo parece que habría de ser algo positivo, no el mero abandono de aquellos eslóganes o de la ideología que los sustentaba (el marxismo). El mundo de hoy no es ya el de Carlos Marx. Sigue en pie el capitalismo (si bien, afortunadamente, ya no es tan capitalismo como entonces, aunque sí lo siga siendo sobre el papel y en la ideología de los economistas dominantes). Hay algo, y aun mucho, de no-capitalismo, algo, y aun no muy poco, de comunismo, que se ha ido consiguiendo en el marco del sistema capitalista, pero gracias a la presión de las revoluciones como la bolchevique.

Mas no es ésa la única diferencia que nos separa de los tiempos de Marx. A aquella época gloriosa, a nuestros antecesores del gran siglo XIX (el siglo de mayor avance de la historia de la humanidad) les debemos lo que hemos podido hacer e ir consiguiendo hoy. Nuestros méritos de hoy sólo han sido posibles por la labor ardua, penosa, dura de aquellos gigantes, entre ellos Marx y Engels y muchísimos otros. Pero también ellos eran gente de su tiempo.

Hoy ha surgido una nueva conciencia que va más allá de lo que nuestros ilustres antepasados podían desarrollar. Con el movimiento migratorio de magnitudes colosales --que entonces no era siquiera técnicamente posible--, ha brotado la conciencia de que la Tierra, nuestro planeta, es nuestra casa común y pertenece, en común, a toda la humanidad. Esa conciencia --a menudo vaga-- es compartida (en alguna medida y con no pocas vacilaciones y vaguedades) por un abanico bastante amplio de personas y corrientes --como cristianos de base, grupos de inmigrantes y otros. La defensa del derecho de cada miembro de nuestra especie a viajar a cualquier país y radicarse en él es, así, una aspiración nueva, que no vino nunca claramente enumerada por los clásicos del marxismo en sus esbozos de programa político.

Es posible que los clásicos del marxismo hayan estado adheridos a una idea que podría --sin afán de exactitud-- expresarse como la de que hay que dar a cada uno lo que se merece (al menos mientras no se llegue a la sociedad genuina y cabalmente comunista, mientras se permanezca en la fase del socialismo); y que cada uno se merece lo que es fruto de su trabajo (aunque el desempleado no carece de méritos porque no es culpable de su falta de trabajo). En ese marco es dudoso cómo se inserte una noción como la del derecho de migración, p.ej. Mas, sea como fuere, es lo cierto que ese problema no tenía entonces la magnitud, repercusión e importancia que tiene hoy. Desgraciadamente, nos quedamos decepcionados al no hallar la novedad esperada y ansiada (a saber, que el documento fundacional del partido de la izquierda nueva recalque con énfasis esta reivindicación del derecho de cada ser humano a la migración sin límites ni barreras).

Tampoco hace suya el documento la reivindicación del principio de generosidad, ni por lo tanto la ayuda a los países desfavorecidos. Sea o no efecto de la economía de mercado la situación de atraso, miseria y postración en que se encuentran (quien esto escribe está seguro de que sí lo es); sea o no un resultado, aunque indirecto, de atroces monstruosidades históricas como la esclavitud y los trabajos forzados del régimen colonial (y, de serlo, séalo en mayor o en menor medida); comoquiera que sea de todo eso, el hecho es que los habitantes de esos países son parientes nuestros que sufren y que, simplemente por eso, merecen nuestra ayuda generosa. Ese tipo de planteamiento no parece fácilmente concordable con las ideas de los clásicos marxistas (de nuevo por lo que cabría llamar `principio del mérito', a saber que cada uno, o cada grupo, se merece lo que resulte del trabajo, la actividad o la lucha que haya llevado a cabo). Así, ese principio de generosidad no parece fácilmente reducible a temas consabidos de la ideología de la «vieja izquierda». Mas también en el documento comentado brilla por su ausencia ese principio (así como toda la temática con él relacionada). No es tampoco por ahí por donde cabe buscar o encontrar la novedad.

Ni siquiera hallamos la novedad del principio de la calidad de vida, que hoy se ha convertido en un tópico, pero que no deja de encerrar, si se lo toma en serio, una fortísima carga contestataria frente a la sociedad del automóvil, el vértigo, el peligro, la zozobra, el ruido, los humos contaminantes, la lejanía, la deshumanización.

Ni tampoco hallamos la novedad de la defensa de los derechos de los animales no humanos, de esa extensión que nos lleva hoy --visto el parentesco descubierto por la teoría científica de la evolución entre los miembros de las distintas especies animales-- a extender, más allá de los angostos límites de la raza humana, los principios de hermandad y solidaridad. De nuevo sólo de manera relativamente marginal se ocupó de ese asunto la «izquierda» clásica. Mas tampoco hallamos en el documento la ansiada novedad de pronunciarse en ese sentido. (Tal vez porque es polémico y porque, de formularse ese principio, se entra en conflicto con los intereses creados que pugnan por mantener y perpetuar todas las crueldades contra nuestros hermanos «inferiores» --en particular el poderoso lobby taurino constituido por un amplio y acaudalado sector de latifundistas, de aristócratas, de negociantes de la tortura y el derramamiento de sangre.)

Por último, tampoco al delinear --en términos vagos-- un esbozo de concepción de política internacional hallamos en el documento un equilibrio que compense la orientación paneuropeísta con, por lo menos, una visión de unidad ibero-americana, de integración político-económica de los pueblos mediterráneos y de unidad euro-africana. Escasa conciencia parecen tener los autores del documento de la existencia e importancia del Tercer Mundo, en el que vive la gran mayoría de los humanos (como no sea en la vaga referencia de la págª 13 a la `colaboración con los países menos desarrollados y la defensa de los derechos humanos', frase cuya conyunción copulativa no es baladí, sino que probablemente involucra una cláusula condicional implícita que puede vehicular, alusivamente, muchos mensajes).

Es más, lamentablemente el documento insinúa incluso una adhesión a las tesis reaccionarias de los sectores dominantes opuestos a esos principios de solidaridad y generosidad, al denunciar (págª 4) lo que los economistas neoliberales y sus acólitos llaman la `deslocalización'; esa declaración está cargada de gravísimos peligros. Hela aquí:

El fenómeno de la deslocalización da un peso mayor a las economías de países del Tercer Mundo y condiciona las conquistas sociales del modelo europeo de relaciones industriales. ... Todo el estado del bienestar se ve amenazado ...

No hay duda posible. El contexto canta: trátase de una retahila de males; uno de esos males es que haya una (pequeñísima, desgraciadamente) implantación de industrias en países subdesarrollados. Los adalides de la economía de mercado suelen querer ésta sólo mientras les conviene; si en un punto particular sacan de sus mecanismos un beneficio, por exiguo que sea, los más desfavorecidos, entonces los economistas mercantiles se pronuncian por la intervención autoritaria para cortarlo. En el contexto de fuerzas que cortejan el apoyo popular, preséntase ese pronunciamiento como una defensa de las conquistas sociales, del modelo europeo de relaciones industriales, del estado del bienestar. ¿Bienestar para quiénes, mis queridos señores? ¿Es ético que el estado de [relativo] bienestar de una minoría de la población del planeta se consiga despojando a la mayoría de su derecho al desarrollo industrial?

¿Qué es entonces lo nuevo en esta nueva izquierda? A juicio de los autores del documento, el ecologismo, el feminismo, el pacifismo y el voluntariado. Ahora bien, el feminismo forma parte integrante de la «izquierda» clásica --con muchísima fuerza y enorme énfasis-- desde por lo menos el último cuarto del siglo XIX. Idem el pacifismo, como es obvio para cualquiera que conozca mínimamente la historia. El voluntariado es bonito, mas los autores no nos dicen qué piensan acerca de él salvo que es bueno; en todo caso, resulta un tantico dudoso que el voluntariado sea punto programático para un partido político (a veces el promoverlo --o decir que lo promueven-- es la hoja de parra del egoísmo sórdido, de la falta de generosidad y solidaridad de nuestros gobernantes). El ecologismo, tema verdaderamente nuevo, merecería algo más que una mera declaración escuetísima de que es algo bueno. ¿Cómo aspiran los promotores del PDNI a que se implanten políticas ecológicas y cuáles? ¿Nos liberarán --en cuanto de ellos dependa-- del yugo del automóvil? De nuevo, son temas polémicos en los que no se pronuncian.

Y para no descontentar a nadie, el documento nos dice que se dirige a los jóvenes, a los trabajadores, a los empresarios, a los profesionales, a los funcionarios (págª 18), a `los que integran la llamada tercera edad' (págª 16); prácticamente a todos los sectores sociales. Sin duda (por lo menos en la humilde opinión de quien esto escribe) la idea de la «izquierda» clásica de la lucha de clases no se aplica hoy exactamente --o no del mismo modo, no sin nuevos matices. Mas algo de ella sí; y, desgraciadamente, no ya algo, sino mucho, muchísimo; desgraciadamente, porque a ello obligan la obcecación, el egoísmo y la insensibilidad de nuestras clases rectoras. Dirigirse en bloque a los empresarios, cuando tenemos esos grandes empresarios que a buen seguro no nos merecemos, será muy nuevo para una fuerza de izquierda, pero no dice mucho a favor de tal fuerza.

Y, hablando de la tercera edad --a la que también se dirigen--, ¿qué le ofrecen? ¿Lucharán porque se devuelva a sus miembros el derecho a trabajar? Porque la burguesía --a través de sus representantes en el poder-- les ha arrebatado ese derecho, condenándolos al ocio forzoso (y en muchos casos a la penuria) --cualesquiera que sean, en cada caso, sus aptitudes y capacidades--, por el mero hecho de haber alcanzado una cota de edad que, en el mundo de hoy, es perfectamente compatible con una actividad laboral y productiva continuada para muchos años más. Mas no, ni en esto ni en nada cabe encontrar en el documento precisión o compromiso alguno. Todo se queda en las vaguedades y frases pomposas --como las de `reparto justo de los recursos', `nuevo contrato social', `una sociedad de libres e iguales', `valores progresistas', `valores democráticos y de la moral ciudadana', `igualdad, libertad y solidaridad', `igualdad de oportunidades de los ciudadanos y las ciudadanas', etc.

En suma, es un documento vago, que no se compromete a nada de lo que hoy sienten esa mujer y ese hombre de la calle que son los participantes en movimientos como: el del 0,7 %; el de ayuda a los inmigrantes; la lucha contra el desempleo; los okupas; las luchas por los derechos del peatón y contra el avasallamiento del coche; las campañas contra la tauromaquia; la lucha contra la reconversión y la privatización empesarial y por la salvaguardia de los puestos de trabajo; la solidaridad con Cuba, con los palestinos, con el movimiento de autodeterminación del Kurdistán turco, y con el pueblo iraquí frente al imperialismo; las múltiples denuncias de las injusticias del sistema capitalista.


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Director: Lorenzo Peña