EL CONFLICTO DE MESOPOTAMIA

Lorenzo Peña [4]

¿Qué es un Estado? Es un algo reconocido como tal por [los] otros Estados, un algo al que esos otros Estados que lo reconocen le atribuyen en un territorio --que viene, con el reconocimiento, demarcado por unas líneas llamadas fronteras-- el ejercicio del poder político, e.d. el uso de la fuerza contra quienes se resistan a sus decisiones. Lo malo de esta definición --que por lo demás es bastante exacta-- es que es circular. Pero así están las cosas. Alternativamente podríamos cercenar de esa definición lo referente al reconocimiento de los otros Estados, con lo cual vendría superada la circularidad. Sin embargo, en la acepción corriente de la palabra --difusa, como casi todas--, no cabe ese cercenamiento. Que, si cupiera, llamaríamos Estados a grupos armados con poder territorial, como la RENAMO.

Sucede, empero, que todo eso se da por grados, y además no forzosamente en igual grado en los diversos aspectos. Hay más y menos poder. Un grupo u organización --llámese como se llame-- que va haciéndose impotente frente a sus oponentes o frente a gente armada venida de fuera va, con ello, dejando de ser un Estado. Otro tanto ocurre en lo tocante al reconocimiento foráneo, el que han de otorgarle los otros Estados para que una organización que ejerza el poder (o sea: la fuerza) reciba ella misma la denominación de Estado. Retrospectivamente podemos considerar que era un Estado la República Haitiana sublevada en armas contra la Francia napoleónica en 1803. Retrospectivamente se han otorgado títulos de Estado y demarcaciones fronterizas existentes previamente de facto. A menudo unos Estados reconocen y otros no, unos admiten estas demarcaciones y otros aquéllas. Tras las guerras a que eso suele dar lugar, se llega a un pacto o tratado.

¿Cabe un arbitraje, una autoridad internacional? Habría de ser un Superestado. En la medida en que exista, los Estados dejan de serlo. Además, esa autoridad arbitral o emana de los Estados constituidos o no. Si lo primero, no ve uno qué superioridad moral tendría, pues esos Estados se han implantado por la fuerza y sus fronteras siempre han venido determinadas por la fuerza --por la que han ejercido o por la que han sufrido. Y, si la autoridad arbitral supraestatal no emana de los Estados, no ve uno cómo podría siquiera llegar a existir.[5]

Otra cosa es una nación. Con todo lo difuso que sea eso de las naciones, tiene una base que al menos no depende ni única ni principalmente del ejercicio de la fuerza ni del reconocimiento otorgado por los detentadores de fuerza en territorios de fuera. Una nación es una unidad de gentes en una unidad de territorio --cuya demarcación sea «natural» y no meramente arbitraria-- gentes ligadas, en algún grado indesdeñable, por una comunidad lingüística, cultural y económica, así como un pasado común; con tal de que esa unidad de gentes no esté incluida en otra más amplia --territorialmente más extensa-- y similarmente homogénea en los indicados aspectos. (La segunda cláusula evita tener que decir que los almerienses forman una nación.) Todo eso es impreciso y afectado por mil variaciones de grado, ciertamente. Mas no es arbitrario ni mucho menos. Hay casos paradigmáticos de unidad nacional (Japón); otros en los que la comunidad es, en unos de esos aspectos o en varios, sumamente laxa. Están los Estados plurinacionales. Pero aun en ellos, para que no sean creaciones puramente artificiales, siempre endebles, es menester algún grado de unidad nacional en varios aspectos. Reconocer eso no quita para percatarse de lo relativo del compartir alguno de esos rasgos (hasta los suizos tienen homogeneidad lingüística, en algún grado, pues hablan o un dialecto alemánico o francés o italiano o romanche --y no, p.ej., kurdo ni bengalí).

Mas pocos casos hay tan claros de unidad nacional como el que se da entre iraquíes y kuwaitíes. Ni diferencia lingüística --ni siquiera dialectal--, ni disparidad cultural alguna, ni borde natural que valga, ni distancia geográfica, ni pasado histórico divergente (salvo muy reciente --y ése impuesto desde fuera por los europeos). Nada puede servir para alegar que Kuwait constituye una nación diferente de Iraq. (No me refiero a la mera unidad nacional de los pueblos árabes, claro, sino a la existencia en este caso de una más estrecha comunidad en todos los aspectos pertinentes para deslindar las naciones.) Durante miles de años, esa minúscula franja litoral del Golfo Pérsico ha formado parte de Mesopotamia (hoy llamada `Iraq') y ha sufrido las mismas vicisitudes que el resto del país. Sólo en el siglo XIX, el colonialismo inglés --en un acto más de su consabida política de sembrar el mundo de gibraltares--, logró del Sultán de Turquía (a cambio de la protección británica a los otomanos contra los movimientos de emancipación balcánicos) que se concediera en Kuwait a un funcionario al servicio de la Sublime Puerta el cargo hereditario de jeque. Ese es el comienzo de la dinastía de los as-Sabah. De hecho el emirato quedó desde el principio bajo protectorado británico, aunque sobre el papel tal situación sólo vino proclamada con la derrota de Turquía en la Primera Guerra Mundial. Durante ésta, la monarquía inglesa prometió la libertad a los pueblos árabes. Pero el tratado de Versalles y los adicionales al mismo únicamente dieron lugar a un nuevo y peor sojuzgamiento de esos pueblos, ahora bajo la despiadada bota de Francia (en Siria) y de Inglaterra (en el resto del Oriente Medio).

Sublevado varias veces contra el yugo británico, el Iraq obtuvo en 1932 una independencia casi exclusivamente nominal, en cualquier caso restringidísima, que sólo se amplió un poco después de la Segunda Guerra Mundial. Aun entonces siguió estanto bajo control londinense. Los ingleses habían impuesto en el trono, en Bagdad, a una rama de la dinastía hachemita, que les debía todo y estaba a su merced. Impusieron como primer ministro a un hombre al servicio del Intelligence Service, Noury Said. Pero hasta ese gobierno tan prooccidental reivindicó siempre la franja marítima de Kuwait y rehusó reconocer a ese emirato.

Luego de la revolución de julio de 1958, en la que Abdul Karim Kasén derrocó a la monarquía probritánica, Iraq mantuvo la misma actitud, ahora ya sin las medias tintas de los anteriores gobernantes. Inglaterra, asustada, decidió forzar las cosas concediendo (en junio de 1961) la independencia al Kuwait para, así, ver garantizado el trono de los proingleses as-Sabah por un reconocimiento internacional. Kasén no logró impedirlo. Y le costó el poder y la vida: lo derrocaron en febrero de 1963 los jóvenes oficiales iraquíes --influidos por el Baas-- descontentos por el fracaso de esa vieja aspiración nacionalista.

Debíase ahora el empeño de Albión por afianzar la existencia del emirato como Estado aparte, no sólo a las viejas razones estratégicas --que habían perdido mucho de su anterior peso, con la decadencia del imperio británico después de 1945-- sino, más que nada, a que entre tanto ese Gibraltar del Golfo Pérsico había resultado ser uno de los territorios más ricos en yacimientos petrolíferos.

Una monarquía absoluta, prooccidental como está mandado, que comparte esas enormes riquezas con sus amigos euro-norteamericanos y echa algunas migajas a sus súbditos carentes de derechos políticos, pero que es un diminuto enclave arrancado a un país del que no lo separa ningún borde que no haya sido artificialmente ideado por los diplomáticos de Su Majestad, ¿a qué podría conducir a la postre? ¿Podría el mundo esperar, sensatamente, que el pueblo iraquí siguiera soportando siempre una situación así?

El actual régimen iraquí es reaccionario y, además, totalitario. Durante años, en medio del cómplice mutismo de los medios de comunicación euro-norteamericanos (prensa, radio y televisión) ha llevado a cabo una represión a menudo sangrienta contra el Partido Comunista del Iraq y otras organizaciones de izquierda. De eso no se ha hablado. A lo sumo --pero sólo ocasionalmente-- se ha dicho un poquito sobre la represión contra el movimiento nacionalista kurdo (no demasiado, para no molestar a Turquía, miembro de la OTAN y aliado del Iraq en esa campaña antikurda). Y es que todo eso les venía bien a los hombres de negocios euro-norteamericanos. Como les venía bien la guerra insensata que Sadam Juseín lanzó contra el Irán de los ayatoláhs en 1980, pues las nuevas autoridades de Teherán se lo habían merecido al derrocar a otro monarca, el rey de los reyes, el buen amigo de Europa y de EE.UU. Mohamed Reza.

Alegan los justificadores del bloqueo contra Iraq (y de la guerra que están preparando las potencias euro-norteamicanas) que, puesto que Iraq reconoció en un momento dado la independencia de Kuwait, tiene obligación de seguirla respetando. Sin duda podemos convenir en que la suscripción de un compromiso acarrea una obligación. Pero pocos aceptarán que la suscripción de cualquier compromiso, sea el que fuere, e independientemente de cuáles sean las circunstancias, acarree una obligación que sobrepuje a cualquier otra. ¿Qué sucede cuando, p.ej., una misma persona, o una misma institución --en este caso un mismo gobierno-- ha suscrito varios compromisos que resultan ser incompatibles? El gobierno iraquí se vio forzado durante un período a reconocer la independencia del emirato, pero también prometió --como cualquier gobierno-- velar por la integridad territorial de su propio país. En la vida sucede a menudo que alguien (persona, grupo, asociación o institución) se ve forzado a suscribir un compromiso porque nuestras actuaciones no son libres, sino hechas bajo presión o incluso amenaza. Galileo se comprometió a afirmar que el Sol gira alrededor de la Tierra. Quienes viven bajo regímenes totalitarios se ven compelidos a jurar lealtad a su respectivo Jefe de Estado. Pocos pensarán que las obligaciones dimanantes de tales compromisos tengan una fuerza moral de obligar pase lo que pasare.

En cualquier caso, ese género de argumentos fueron esgrimidos contra justas reivindicaciones de unidad nacional en el pasado, como la aspiración de los italianos a formar un Estado unificado en el siglo XIX. Al fin y al cabo --alegábase--, cada uno de los estados italianos entonces existentes había suscrito un compromiso de reconocimiento de los demás y carecía, por ende, de derecho a abogar por esa unidad. Cuando un gobierno suscribe un compromiso tal, generalmente forzado de un modo u otro por la presión de otros estados más poderosos y a menudo de las grandes potencias, si ese compromiso es injusto y opuesto a las aspiraciones profundas del pueblo, a largo plazo será difícil que pueda mantenerse. Y ése parece ser ahora el caso.

Otro argumento esgrimido contra la anexión de Kuwait por Iraq es que no se ha concedido a los kuwaitíes el derecho a la autodeterminación. Está bien reconocer tal derecho a las naciones, o incluso a las nacionalidades, o pueblos que, sin diferenciarse netamente del resto de otro más amplio des cual forman parte, poseen empero peculiaridades nacionales más o menos acusadas. Es dudoso que haya que conceder también ese derecho a cualesquiera colectividades que habiten un territorio aunque carezcan de peculiaridades nacionales. Sea como fuere, harían bien en predicar con el ejemplo los dirigentes estatales que demandan tal derecho a la autodeterminación de los kuwaitíes, concediendo ese derecho a la autodeterminación a los habitantes de territorios al menos con peculiaridades nacionales en sus propios países. P.ej., Francia a Córcega y a Bretaña, Italia al Tirol meridional, etc. Que, para ser consecuentes deban, además, otorgar ese derecho asimismo a los habitantes de territorios sin tales particularidades es algo que no cabe soslayar. Así habrían de autodeterminarse los vecinos del XVI Distrito parisino, o los del departamento de los Alpes Marítimos (la Costa Azul) a quienes no vendría acaso mal formar una republiquita aparte.

También aducen esos justificadores de la empresa bélica euro-norteamericana que, si se permitiera una rectificación de frontera así, por las mismas se abrírían las compuertas a innumerables rectificaciones de fronteras, ya que todas las fronteras se han fijado por la fuerza, de un modo u otro, en un momento o en otro. El argumento vale tanto como el que concluiría que, puesto que la actual distribución de la riqueza ha resultado del empleo de la fuerza y de tratos desiguales e injustos, cualquier redistribución desencadenaría un proceso de reclamaciones que haría correr el riesgo de que se abran las compuertas a innumerables rectificaciones de la situación existente en ese terreno --el de la distribución de las riquezas privadas. Naturalmente el argumento es absurdo: ¿qué situación consagrada se va a imponer como status quo intangible? ¿La del 2 de julio de 1990? ¿Por qué no la del 1 de julio? ¿O la del 30 de junio? ¿O...? Ciertamente habrá grande injusticia mientras no se haya efectuado una redistribución radical de los bienes entre todos los seres humanos y mientras no se hayan superado los Estados nacionales y las fronteras. Pero mientras eso llega, hay grados en las cosas. Y aspectos. Ahora bien, que casi toda la poca salida al mar de un país como Iraq, siendo además una zona riquísima en yacimientos, sea propiedad de una familia feudal y de sus amigos occidentales es una situación más injusta que el que esa zona se reintegre al país del que forma geográficamente parte y al que siempre perteneció hasta la ingerencia británica.

Aun suponiendo que así no fuera, ¿está ni siquiera mínimamente justificado el lanzar una guerra contra Iraq? Si (para poner una de las comparaciones que gustan a quienes enarbolan contra Iraq el estandarte del derecho internacional) Francia se anexionara a Mónaco, con o sin razón --que después de todo la analogía es exigua-- ¿tendría algún otro Estado motivo razonable para bloquear y hambrear al pueblo francés y prepararse a bombardear París y causar miles o millones de muertos?

Dícese a este respecto que Sadam Juseín es como Hitler y lo de Kuwait como lo de Checoslovaquia de 1938. Comparación ridícula si las hay. El Iraq de Sadam Juseín será una potencia regional en el Oriente Medio, pero harían falta miles de Iraqs juntos para constituir una gran potencia mundial que pudiera medirse con EE.UU. (y cientos de Iraqs para formar una que pudiera medirse con una potencia europea). Aparte de que, desde luego, ni la monarquía absoluta del emirato tiene nada que ver con la democracia checa anterior a la II Guerra Mundial ni concurre ninguna de las otras circunstancias pertinentes. Todo se parece a todo (en algún grado, grande o pequeño), ciertamente, pero esta comparación es irrelevante si las hay. El parecido es muchísimo mayor entre el expansionismo de Hitler y la actual política de los EE.UU. con su proyecto de hegemonía mundial, hoy secundado por casi todos los países europeos.

Otro argumento más esgrimido por los adalides de la agresión contra Iraq es que, aunque sea o fuera justa la reivindicación iraquí con respecto a Kuwait, ahora no ha de venir satisfecha por estar en el poder el régimen antipopular de Sadam Juseín. Con ese argumento se está haciendo un flaco servicio al pueblo iraquí. En efecto, si, en aras de que prevalezca ese argumento --y los demás esgrimidos por los abogados de la acción militar anti-iraquí--, se consigue forzar a Sadam Juseín a retirarse de Kuwait o, alternativamente, se llega a derrocarlo o darle muerte, quedarán él o los suyos, en el segundo caso, como mártires de la justa lucha patriótica iraquí; al paso que, en el primer caso, --sobre que se habrá negado al pueblo iraquí un derecho histórico, y se habrá consolidado para mucho tiempo a la monarquía absoluta de los As-Sabah, sometida en adelante todavía más a los dictados de Washington y sus aliados-- es sumamente dudoso que ello contribuya a mejorar la situación política en Iraq; ya que, de un lado, el resultado de la guerra será un régimen en Bagdad probablemente no menos cruel ni menos reaccionario internamente que el actual, pero muchísimo más enfeudado a los occidentales; y, de otro lado, si es verosímil que vayan a salir quizá mal parados los actuales líderes iraquíes, no es de descartar sin embargo la probabilidad de que se vaya a ver en ellos a hombres que arriesgaron y lucharon por un fin en sí justo. La única actitud razonable es entonces la de no intervenir desde fuera sino dejar que el propio pueblo iraquí se las entienda, cuando lo juzgue oportuno y cuando le sea posible, con el régimen de Bagdad. Mientras planee sobre ese régimen la amenaza euro-norteamericana, la gran mayoría de las fuerzas populares y progresistas árabes seguirán apoyando a Sadam Juseín, con lo cual estarán reforzándose así las credenciales políticas de éste.

En todo lo malo que ha hecho Sadam Juseín se ha visto, en mayor o menor medida, respaldado por el Mundo Libre. Ha llegado un momento en el que, por una vez en su vida, ha hecho algo que será reconocido como una buena acción por cualquier patriota iraquí, algo que está siendo visto con buenos ojos por la gran mayoría de los árabes, del Atlántico al Golfo --según podemos testimoniar quienes hemos visitado recientemente algún país árabe. Esa única acción no condenable de su vida política es la que ha recibido la condena más brutal de la llamada comunidad internacional.

¿Quiénes forman esa comunidad? ¿Cuáles son los Estados que la forman? ¿Cuáles sus respectivos títulos de legitimidad en los territorios que ocupan?

La encabezan los llamados EE.UU. de América. Ese «país» surgió de la sublevación contra la Corona de los colonos ingleses a fines del siglo XVIII. Pero las fronteras que heredó del pasado colonial británico --fronteras, ya ésas, adquiridas por guerras de expansión y rapiña contra los habitantes anteriores del país-- delimitaban una zona que no era ni la quinta parte del territorio continental de los EE.UU. en la actualidad. Una serie de agresiones militares, sobre todo contra México, de incursiones armadas, amenazas y arreglos obtenidos con esos medios, permitieron a la gran potencia emergente adueñarse de ese inmenso territorio continental. La casi totalidad de las tierras de las que así se apoderaron estaban pobladas por gentes de otras lenguas y culturas, de otro pasado, y desde luego no deseosas de que sus tierras fueran así anexionadas al territorio bajo dominio de Washington D.C. Luego EE.UU., por nuevas guerras de expansión, agresiones y tratos venales, consiguieron apoderarse de Alaska, Hawai (archipiélago al que arrancaron así su independencia secular), Guam y Puerto Rico (que robaron a España en la guerra de 1898, desatada con un baladí pretexto naval, de los que abundan en la historia de las agresiones norteamericanas) y otros territorios anteriormente españoles conquistados al Japón en 1945.

Eso en lo tocante al territorio llamado estadounidense, sin contar sus bases esparcidas por el mundo, como la de Guantánamo, contra la voluntad del gobierno y el pueblo cubanos. Sin contar tampoco las mil y una agresiones armadas contra los pueblos de América central --las más recientes, las de Granada y Panamá (y el minado de los puertos nicaragüenses). Ése es el país que, ufano de su bella trayectoria, liderea al mundo entero en la decisión de poner de rodillas a los iraquíes.

No es que no hayan roto un plato los otros miembros del Consejo de Seguridad de la ONU que han votado el bloqueo militar contra el pueblo iraquí. Todos ellos han recurrido cien veces al uso de la fuerza para ensanchar su territorio cuando han podido. El actual territorio metropolitano de Francia (para no hablar de Martinica, Tahití, la Reunión o Cayena) ha ido en gran parte siendo conquistado por agresiones armadas contra sus vecinos (los españoles sabemos algo de eso: el Tratado de los Pirineos fue la imposición de un vencedor). Y así sucesivamente.

Esos angelicales Estados son los que se arrogan el derecho de imponer al Iraq el mantenimiento como Estado separado del emirato de Kuwait, sin otra justificación para ello que el previo reconocimiento de ese emirato por la misma comunidad de Estados. Como si fuera razón suficiente para justificar una imposición el que quienes la imponen así lo quieren y lo habían querido ya antes.

Peor todavía que eso es el hecho de que se perpetra contra el pueblo iraquí un asedio que tiende a someterlo por el hambre. Modos de hacer la guerra que se creían dignos de otras épocas. Y es que están prohibidos los atentados a la navegación comercial pacífica por ese mismo derecho internacional que invocan las Naciones Unidas --unidas en la imposición de la injusticia, nunca en salir por los fueros de quienes padecen injusticia. El derecho a la libre navegación comercial está reconocido por encima incluso de cualquier situación de beligerancia: derecho de los neutrales a comerciar con uno u otro de los beligerantes o con ambos. (Eso dispone, en efecto, el Tratado internacional de La Haya de 18 de octubre de 1907, aprobado en una Conferencia que se celebró por iniciativa conjunta de EE.UU. y Rusia.) Los EE.UU. han declarado varias veces la guerra a otras potencias por no respetarles a ellos ese derecho de navegación comercial incluso en tiempos de guerra. Una vez, en 1812, contra Inglaterra. Otra, en abril de 1917, contra Alemania. En ambos casos ¡cuántos miles de muertos a causa de sendas declaraciones de guerra! Es de creer que los gobernantes norteamericanos colocan la libertad de navegación comercial por encima de todo. Hasta que les conviene impedírsela a los demás por la fuerza (otoño de 1962: crisis del Caribe).

Queda todavía un punto importante: el Iraq es inhumano al internar a los occidentales allí residentes. Bien, Iraq hace lo que en todos los conflictos han hecho esas potencias que tratan de doblegarlo ahora. Durante la Primera Guerra Mundial la Gran Bretaña, p.ej., internó a cerca de 30.000 extranjeros, lo cual provocó un tremendo caos y enormes sufrimientos. Poco después del estallido de la Segunda Guerra Mundial de nuevo la monarquía inglesa internó a los extranjeros procedentes de países dominados por Hitler o sus satélites (recuérdese la orden de Churchill: `Collar the lot!'): ya en julio de 1940 habían sido detenidos 27.000, muchos de los cuales fueron deportados a una muerte segura (a ésos no los esperaban en casa, eran en su mayoría refugiados políticos). Hasta el punto de que 800 de ellos murieron ahogados al ser torpedeado por la marina nazi el barco Arandora Star en el que eran expulsados del territorio británico.

Con tales credenciales, ¿quién puede creerles? ¿No es obvio que sólo quieren aprovecharse de los cambios en Rusia para volver a imponer en el Oriente Medio su total dominación y con ella el control del petróleo? Alguien imparcial ¿no haría mejor en apoyar la razonabilísima propuesta del gobierno iraquí de buscar un arreglo pacífico y negociado de todas las cuentas litigiosas del Oriente Medio, a través de conversaciones y no de la acción militar?

Concluyo, pues. Lo estatal, lo perteneciente o relativo a la existencia o la individuación de un Estado, es algo sumamente arbitrario (en tanto en cuanto se genera y perpetúa por un procedimiento circular, el cual, en la medida en que existe, está vinculado, no (tanto) a los hechos más hondos de la realidad nacional de los pueblos, sino (más bien) a prácticas del mismo Estado o de otros Estados; resultando tal existencia, o cualesquiera modificaciones de los Estados, únicamente del recurso a la fuerza y de las correlaciones de fuerzas). No cabe, pues, invocar la ley internacional o el orden internacional entendidos como el mero reconocimiento por unos u otros Estados de la existencia de un tercer Estado, ni siquiera como reconocimiento por todos los Estados de la existencia de uno de ellos, o de sus fronteras. No cabe invocar eso como un argumento convincente en los litigios interestatales. Lo que sí es invocable son consideraciones de justicia o injusticia, que estriban en las realidades nacionales. El autor de este artículo no ha escuchado un solo argumento de esa índole en contra de la anexión de Kuwait por Iraq. Todos los gobernantes que lanzan contra Iraq sus ejércitos y sus armadas, todos los que respaldan eso votando a favor del bloqueo en el Consejo de Seguridad de la ONU, habrían de aducir al menos un argumento que estribara, no en el mero reconocimiento diplomático previo de Kuwait, sino en algún hecho nacional. Tienen que demostrarnos que Kuwait no está en Mesopotamia. A falta de esa prueba, su acción es simplemente una más de tantas (injustificables) intervenciones conjuntas de las potencias como conoce la historia del Tercer Mundo desde mediados del siglo XIX (p.ej. la toma de Pekín en 1900). Uno más de los actos de imposición a pueblos no europeos ni norteamericanos de la voluntad conjunta de las potencias euro-norteamericanas, que se siguen arrogando el derecho a regir los destinos de la especie humana recurriendo para ello a todos los medios.


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Director: Lorenzo Peña