¿Qué se les perdió a los yanquis en Somalia?

Lorenzo Peña[7]

Perdióseles un testaferro incondicional en el poder, el sanguinario dictador Ziad Barré, lacayo suyo durante años, quien les sirvió en sus propósitos hegemónicos. Les sirvió mal. Su tiranía --corrupta, turbulenta y más representativa de intereses familiares o de clan que de los de una clase social-- se lanzó a la aventura militar del Ogadén contra Etiopía, la cual terminó en catástrofe. Los recursos del país son minúsculos. Finalmente la evolución de la situación internacional hizo que las bases que ese régimen ofreció a los imperialistas yanquis acabaran no sirviendo para gran cosa.

El régimen de Barré sucumbió frente a una serie de insurrecciones desordenadas, movidas por ambiciones de caudillos guerreros, por tendencias secesionistas y por conflictos entre varios clanes. Un régimen tan impopular, ineficaz, desacreditado, a sueldo del imperialismo norteamericano, fue impotente para mantener el orden o para poner coto a las pretensiones de unos u otros aventureros.

Sucede eso a menudo. Muchos regímenes despóticos apoyados por los yanquis resultan al final fautores --sin quererlo, desde luego-- de estallidos que escapan a todo control serio. En esos tumultos (a falta de un liderazgo revolucionario y anticapitalista razonable, sensato, inspirado en una línea y una ideología bien pensadas y dotadas de coherencia --liderazgo que, cuando ha existido, ha solido ser salvajemente represaliado por quienquiera que reciba órdenes de Washington) hácense con la dirección elementos poco recomendables, unas veces fanáticos de cualquier secta, otras capitanes de escuadras armadas de dudosas intenciones. Tal situación es también el resultado de la feroz campaña anticomunista de los yanquis y de todo el mundo capitalista, su cruzada de 45 años, cuyos efectos no son sólo el derrumbe de los regímenes socialistas o semisocialistas de Rusia y otros países y un momentáneo retroceso de las ideas de emancipación y progreso social, sino también ésos otros que ya no pueden mirar con buenos ojos ni siquiera todos los partidarios del sistema capitalista: pues, como siguen existiendo --y frecuentemente agravándose-- el hambre, la miseria y el consiguiente descontento de los pueblos oprimidos, resulta que la derrota provisional de los comunistas incrementa las posibilidades de liderazgo de aventureros arropados con unos u otros oropeles. El fenómeno no es del todo nuevo. Comenzó en Camboya en los años 70, con la llegada al poder del genocida Pol Pot --cuya banda ha sido luego salvada del descalabro, rearmada y sostenida por el imperialismo yanqui a través de la monarquía tailandesa. (Cabe recordar que el encumbramiento de Pol Pot fue posible por dos razones: 1ª) la previa represión perpetrada por los imperialistas y sus lacayos contra los comunistas camboyanos de orientación equilibrada, afines a la línea vietnamita; y 2ª) el golpe de estado de Lon Nol, instigado por los EE.UU., que depuso al gobierno neutralista de Sihanuk en 1969.)

Vino luego lo del Irán: la monarquía proyanqui había descabezado y casi destruido al partido comunista iranio, y en ese río revuelto, con el descrédito de la casa real, vino la ocasión propicia para el régimen fundamentalista islámico.

Pues bien, lo de Somalia es similar. Y la lista no para ahí. Están las guerras civiles de Liberia, Ruanda, Afganistán y tantos otros países, en todas las cuales la responsabilidad principal le incumbe al imperialismo yanqui, instigador de golpes de estado y favorecedor de regímenes que sirvan sus intereses a costa de provocar incluso a la postre una anarquía espantosa, propicia a las aventuras de elementos sin principios o simplemente fanáticos.

Sin embargo, no es la mera pérdida de un régimen a su servicio como el de Barré lo que ha llevado a los yanquis a desembarcar sus tropas en Somalia. Prueba de ello es que han pasado años desde la caída de Barré hasta el desembarco de los marines en Mogadishu. Si examinamos los amagos o atisbos de intentonas militares yanquis durante 1992, vemos que andaban buscando uno u otro motivo de intervención en algún sitio del mundo, fuera el que fuese. Lo que pasa es que cada ocasión de desembarco o de agresión es también un avispero. Los yanquis --ya se sabe-- quieren intervenir con un despliegue que les cueste poco en vidas norteamericanas, porque, si no, la experiencia de la guerra del Vietnam muestra que antes o después la opinión estadounidense acaba pronunciándose contra la aventura. Una guerra como la del Iraq es interesante porque, si costó doscientas mil vidas humanas iraquíes, se saldó con muy pocas víctimas del imperio. Similarmente han sido interesantes las intervenciones militares en la isla de Granada, en Panamá, en Nicaragua (por conducto en parte de la «contra» y en parte directamente de unidades de la marina estadounidense) --para no remontarnos a otras intervenciones armadas del ejército de los EE.UU., que se pierden en la noche de los tiempos, como el desembarco en Santo Domingo en 1965, las numerosas intervenciones en el Zaire a favor del régimen sanguinario de Mobutu, etc, así como el respaldo a las aventuras militares reaccionarias en Angola, Mozambique etc etc.

Mas para que sean posibles intervenciones así son menester ciertas condiciones, sobre todo cuando no se limitan a financiar y armar a elementos locales, sino que conllevan un desembarco de fuerzas yanquis. Es preciso que se pueda embaucar a la opinión pública, y para eso hace falta un pretexto. A lo largo de 1992 los yanquis han buscado el pretexto y constantemente ha habido amenazas de intervención o de bombardeo: que si contra Libia porque no extradita a ciudadanos libios a quienes los yanquis o los ingleses acusan de sabotaje; que si contra Serbia; que si contra el Irak, porque dizque no suministra a sus enemigos bastantes datos sobre su propia capacidad defensiva (como si los yanquis divulgaran en el mercado sus secretos militares --recuérdese el caso del llamado síndrome tóxico en nuestra Patria, en el cual no permitieron ni siquiera una inspección científica en la base de Torrejón). Ninguna de esas situaciones evolucionó de manera suficientemente favorable para los propósitos intervencionistas del Pentágono. Las cosas no siempre salen redondas y a pedir de boca, ni siquiera cuando se tiene todo el oro y todo el inmenso poder político, económico, militar, propagandístico y científico con que cuentan los mandamases yanquis. Unas veces sí, mas otras no. Aun una opinión pública tan manipulada, mercenaria, corrupta y prostituida como la de los medios de comunicación del mundo occidental en esta era de monopolios, aun esa opinión pública es sensible a las reacciones de la población, frecuentísimamente susceptible de ser engañada mas no siempre. Hay causas sutiles, difíciles de detectar y más aún de prever, que hacen que de vez en cuando los de a pie no sigan a sus líderes democráticos, esos líderes que suelen embaucarlos.

Tras muchos titubeos, los yanquis han acabado por desembarcar en Somalia. El motivo invocado era de los más generosos: asegurar que llegara a la población el socorro alimenticio enviado desde fuera y que estaban desviando las bandas armadas de una u otra obediencia o de ninguna. ¿Es creíble? ¡No! Los observadores coinciden en reconocer que de esa ayuda alimenticia un 80% aproximadamente llegaba a las poblaciones a las que iba destinada. ¿Ha aumentado el porcentaje con la llegada de los marines yanquis y sus auxiliares europeos? No parece así. Al revés, esa invasión más bien parece haber exacerbado una situación ya explosiva. Las violencias, los pillajes de la soldadesca de unas u otras bandas, no se han terminado sino que pueden volver a estallar con mayor fuerza incluso. Algunas organizaciones humanitarias han dicho que la invasión ha agravado la situación y aumentado los riesgos. Y los yanquis --ya lo han afirmado-- no están dispuestos a mantener en Somalia una guarnición permanente.

Para imponer desde fuera un orden, bueno o malo, es menester sin duda un tipo de intervención armada aún más considerable, salvo cuando las condiciones han sido bien preparadas (como lo habían sido en Panamá, p.ej., donde el títere Endara tenía un camino expedito y contaba con un caudal político explotable que lo aureolara de cierta pseudolegitimidad). Hay que recordar aquellas sabias palabras del Mahatma Gandhi: un pueblo preferirá su propio gobierno (o --cabría casi añadir-- su propio desgobierno), por malo que sea, al poder foráneo. Ese dicho no hay que tomarlo a rajatabla y de manera absoluta, claro. Las fórmulas cortas nunca expresan toda la verdad (si es que hay cómo expresar toda la verdad). Mas hay mucho de verdad en eso.

Vemos a una potencia expansionista que se cree todopoderosa (la historia nos enseña que ningún imperio es omnipotente, sino que cada vez que alcanza su cenit, inicia su decadencia). Vemos cómo, no por los motivos que invoca, sino por muy otras razones, se lanza a una aventura como el desembarco en Somalia. El caos anterior a esa aventura era tal que parece que, por mal que se desarrollen las cosas, ahora no será peor. Es un error. Es desconocer que la agresión así perpetrada agrava los males. De hecho los yanquis no están poniendo orden más que, si acaso, a medias. Su conducta de la operación sigue una línea tortuosa. No se atreven a desarmar a bandas de diversa obediencia, o de ninguna. ¿Por qué? Cabe conjeturar varias razones. Una es que no quieren empantanarse en una ocupación militar duradera, y saben que, si desarman a las bandas, quedarán ellos como únicos detentadores del poder y así, quiéranlo o no, garantes del orden para un largo período, hasta que se formen fuerzas locales subordinadas a ellos; parecen preferir aprovechar su presencia militar para hacer presión sobre las bandas --so pretexto de reconciliar y armonizar-- y, cuando una de ellas se les haya subordinado y ofrezca visos de imponerse con su ayuda, entonces apoyarla y dejarla en el poder cuando se marchen. Otra razón es que los yanquis no quieren enzarzarse en combates que, en esas arenas movedizas, podrían saldarse en pérdida de un excesivo número de soldados norteamericanos.

Y, al paso que practican de hecho una tolerancia para con las bandas, ejercen violencias contra la población pacífica. Con la visita de Míster Bush nos han restregado las imágenes de los niñitos que lo aplaudían (en España sabemos algo de cómo los opresores usan a pobre gente para aplaudir a los tiranos); sólo una vez, de refilón, aparecieron otras imágenes, las de la soldadesca del imperialismo yanqui ejerciendo brutalidades contra los «squatters», los proletarios somalíes que, habiéndose quedado sin techo, buscaban en edificios abandonados algún lugar donde cobijarse. La razzia de los marines en preparación de la visita de Bush nos recordó las del franquismo en muchas provincias españolas, al acercarse alguna visita del «Caudillo».

¿A qué entonces ese ardor guerrero de los yanquis, ese vociferante afán en pos de ocasiones o pretextos para intervenciones armadas? Alguien puede pensar que se han tomado en serio ese papel que se arrogan de guardia civil planetaria. Mas la guardia civil no está constantemente bravuconeando y amenazando con bombardear cualquier sitio donde se produzca un desacato a la autoridad constituida, mientras que los yanquis esgrimen, por un quítame allá esas pajas, ese chantaje del bombardeo cada vez que en algún sitio las cosas no marchan como a ellos les gusta. No, no es creíble que sean tan pueriles. Otra razón ha de haber. Y es difícil ver otra causa de su empeño militarista que la muy simple de que sólo un enfrascamiento militar más o menos permanente les permite justificar los gigantescos gastos militares; y esos gastos responden a los intereses del poderosísimo clan militar-industrial, los fabricantes de armamentos (y, con ellos, la industria siderúrgica, la metalúrgica, la química, la de computadoras, etc etc). Ese centrar toda su política en la justificación de gigantescos gastos militares no está reñida con el reciente tratado con Rusia: al revés, destruir una parte del viejo armamento justificará nuevos y mayores gastos en armamento nuevo, todo en aras de la civilización y del nuevo orden mundial.

¿Quiere decirse que por su propia esencia el sistema capitalista --al menos el de este período imperialista que analizó Lenin-- necesariamente entraña la militarización y las agresiones, siendo imposible que se aparte de esa línea belicista? Los hechos parecen confirmarlo. Sin embargo, es más prudente abstenerse de afirmaciones tan tajantes. Lo importante no es si sería, en abstracto, posible o no que el imperialismo siguiera otra política menos militarista y agresiva. Lo importante y significativo es que sigue la que sigue. Que tal vez existiera una pequeña posibilidad de un rumbo alternativo (pues cabe imaginar, al fin y al cabo, un sistema igual de capitalista mas sin tan abultada militarización, y sin esas constantes aventuras para justificarla) eso dejémoslo para las elucubraciones sobre lo posible. Lo real, en cualquier caso, es que el capitalismo persevera en esa orientación. Llévelo o no en su sangre, en su esencia, es un hecho que fuerza a cuantos aborrecemos esa conducta militarista, agresiva, bélica, a optar contra el sistema capitalista. No porque ese sistema sea la reunión de todos los males sin mezcla de bien alguno, ni porque cualquier alternativa sea un dechado de bienes y sólo bienes, sino porque este sistema cruel e injusto, además de hambrear a la mitad de la población humana, ha sido y sigue siendo el reinado de guerras y operaciones armadas sin fin. Cuando no hay un pretexto, hay otro. Y de ahí se infiere fácilmente que lo de menos es el pretexto, y lo de más la guerra por la guerra. O, más bien, los gastos bélicos por sí mismos --o sea, por mor del enriquecimiento del principal sector capitalista, el de los mercaderes de armas.


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Director: Lorenzo Peña