España Roja

Nº 13. Febrero de 2007

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Director: Lorenzo Peña


¿Segunda o Tercera República?

por Lorenzo Peña


Índice

  1. El debate sobre el apoyo a la República en 1931-39.
  2. ¿Hay algo malo en el modelo de la república parlamentaria?
  3. Republicanismo y lucha antifranquista.
  4. Vigencia del republicanismo solidario.
  5. El verdadero significado de la República de trabajadores de toda clase.
  6. ¿Han de enumerarse las secesivas Repúblicas?
  7. ¡Viva la Tricolor! Por la República de Trabajadores de toda clase

El texto adjunto a este artículo es un panfleto distribuido en la manifestación que se celebró en las calles de Madrid el 6 de diciembre de 2006 para pedir la abolición de la monarquía. El artículo en sí es un comentario introductorio.


§1.-- El debate sobre el apoyo a la República en 1931-39

La cuestión debatida es la de si es válida la reivindicación de restaurar la República Española proclamada en la Constitución de diciembre de 1931 (redactada por D. Luis Jiménez de Asúa), una república de trabajadores de toda clase; o si, en cambio, al propugnar la desaparición de la monarquía borbónica, lo que se propone es el horizonte indeterminado de una eventual tercera república, caracterizable según las esperanzas de cada quien, pero que, en cualquier caso, diferiría de aquella II República, la de la bandera tricolor, aquella por la cual han luchado tantos millones de españoles.

Lejos de ser nuevo, el problema empieza en 1931. En abril de ese año el pueblo español, en las calles, impone --en una revolución pacífica-- la proclamación de la República, la bandera tricolor y el Himno de Riego; el nieto de Isabel II sale para el exilio, como lo hiciera su abuela 63 años antes.

La revolución es apoyada por amplísimos sectores sociales: la secundan la inmensa mayoría de la clase obrera urbana y de los jornaleros del campo así como enormes muchedumbres de las clases medias y hasta no pocos círculos burgueses. En contra están: la aristocracia, la oligarquía financiera, la jerarquía de la Iglesia (y, en pos de ella, una gran masa de católicos), la mayor parte del ejército, las huestes del carlismo (y la rama desgajada de ese mismo árbol, el nacionalismo vasco --aunque a éste ni le va ni le viene que España sea una monarquía o una república).

En seguida se empezarán a incorporar a los adversarios del régimen republicano aquellos círculos patronales que hubieran deseado una república conservadora, que mantuviera lo esencial del régimen derrocado; estaban representados por José Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Ramón Pérez de Ayala, Azorín y otros escritores de parecida orientación.

Las dos tendencias de la extrema izquierda también se opusieron ásperamente a la república; esas dos tendencias eran desiguales: una masiva, la anarco-sindicalista; la otra exigua, meramente testimonial, la comunista; y entre ambas un puñadico de ilusos, la «oposición comunista» de simpatías trotsquistas.

A los anarcosindicalistas les resultaba indiferente --y era, a su juicio, irrelevante-- que el Estado fuera republicano o monárquico: lo que había que hacer era destruir el Estado, para que, una vez eliminado, brotara la sociedad libertaria en la que los trabajadores se organizarían en autogestionadas cooperativas de producción sin autoridad ninguna.

El partido comunista de España estaba encabezado por D. José Bullejos Sánchez (un hombre de grandes cualidades, que un año después sería víctima de las maniobras de los intrigantes y que seguramente merecería hoy ser rescatado del olvido). Compartía Bullejos el error de toda la Internacional comunista (y de los disidentes desgajados de la misma), a saber: que, en el período histórico que se vivía, la contradicción esencial --y, en definitiva, la única que contaba a la postre-- era la que enfrentaba a la burguesía y al proletariado; por lo cual la tarea pendiente para España era la de establecer, no una república burguesa, sino una república proletaria en la que el poder correspondiera a la alianza obrero-campesina (y eso a pesar de estar entonces la revolución española en su etapa democrático-burguesa, según la esquemática conceptualización marxista-leninista imperante).

Posiblemente el eslogan de `república de trabajadores de toda clase' podía entonces parecerle al partido comunista un lema autocontradictorio, porque no hay trabajadores de toda clase, sino que hay clases trabajadoras (la obrera, la campesina y la pequeña burguesía) y clases no trabajadoras (las clases explotadoras: clase terrateniente y burguesía).

El anarcosindicalismo mantuvo su posición y todavía hoy la sigue manteniendo (aunque hubo razones pragmáticas que lo llevaron a, incongruentemente, colaborar con el gobierno republicano durante la guerra civil de 1936-39 y hasta tener ministros en él).

El partido comunista fue oscilante en su actitud hacia la II República. Tras la sublevación militar del general Sanjurjo en Sevilla el 10 de agosto de 1932, el partido lanzó la consigna de «Defensa de la República»; eso disgustó a algunos extranjeros, que anhelaban copiar en España la revolución rusa.

Con titubeos y errores (como el de sumarse a la desventurada insurrección obrera de octubre de 1934), el partido comunista --ahora con otra dirección, encabezada por el también sevillano José Díaz Ramos-- acabó abrazando plenamente la defensa de la República, de su constitución, de sus instituciones y de su legalidad después del triunfo del Frente Popular en las elecciones del 16 de febrero de 1936 y, más aún, durante la guerra de España (1936-39) y después en la lucha antifranquista. Fue la columna vertebral de la resistencia del pueblo español al fascismo en aquel trienio bélico, y el único partido real de lucha antifranquista en la larga y amarga posguerra. (Todo lo cual lavaba los errores de 1931 a 1935.)


§2.-- ¿Hay algo malo en el modelo de la república parlamentaria?

La evolución del partido comunista de España no deja de guardar una relación --que no puede ser casual-- con la del partido hegemónico en la internacional comunista, el partido bolchevique ruso.

El sistema soviético, que se estableció en Rusia entre 1917 y 1922, teóricamente se inspiraba en las ideas expuestas por Lleñin en su obra El Estado y la revolución (1917), un opúsculo en el cual ese autor había radicalizado la oposición de Marx al Estado preexistente; en síntesis, preconizaba la destrucción completa del Estado para reemplazarlo por un poder nuevo que no sería una entidad diferente de las propias masas auto-organizadas. Todos los cuerpos administrativos serían disueltos y desmantelados; las operaciones de la administración serían directamente asumidas por las propias masas, ya que se habían hecho sencillísimas; en vez de un ejército, lo que existiría sería el pueblo en armas; ni habría parlamento, ni separación de poderes. En consonancia con esas ideas, una medida que Lleñin impuso en sus pocos años de poder fue la de prescindir del sufragio universal, instituyendo uno censitario y discriminatorio, pero al revés (cada obrero urbano contaba como varios campesinos, y los ricos no votaban).

En suma, lo que se proponía en ese folleto era un Estado tan poco Estado que, ya desde el primer día, se parecería a un no-estado. Lleñin no había pensado que los servicios públicos requieren una administración centralizada y profesional, ni que haría falta una economía planificada, ni que se necesitaría un verdadero ejército disciplinado con auténticos mandos ni que habría que contar con un cuerpo diplomático.

El sistema cuasi-no-estatal soñado por Lleñin nunca llegó a existir. El propio diseñador del proyecto empezó a apartarse de él, sin darse cuenta, el 8 de noviembre de 1917 --al día siguiente de la toma del poder (por mucho que se consolara rebautizando a los ministerios como `comisariados del pueblo' y otras innovaciones así).

El fundador del régimen soviético acabó sus días amargado, percatándose de que no sólo nunca se había efectuado la destrucción del aparato estatal que él había imaginado, sino que, en la práctica, esa maquinaria funcionarial iba ganando en tamaño y en pujanza al irse consolidando el nuevo Estado Soviético. Era un proceso necesario, sin el cual sería imposible consolidar una sociedad moderna. Lejos de cumplirse su profecía de extinción de las ocupaciones administrativas (asumibles, según él, en ratos libres, dada la enorme sencillez que habrían alcanzado), lo que ha sucedido en Rusia y en todas partes es que esas tareas absorben cada vez más trabajo profesional a tiempo completo de empleados de una multiplicidad de especialidades y competencias, porque son actividades crecientemente complejas y difíciles, cuyo desempeño requiere preparación y dedicación.

En 1936, bajo la dirección de Stalin, se arrinconaron discretamente todos esos inventos de Lleñin (del Lleñin de 1917; antes de esa fecha dudo que haya escritos suyos que prefiguren esas ideas anarquizantes y quiméricas). Se promulgó una nueva Constitución. Se restableció el sufragio universal, secreto e igual. Los soviets o concejos pasaron a ser meros órganos de representación y gobierno, y no asambleas de la población (aunque es problemático en qué medida lo habían sido antes, por la obvia razón de imposibilidad física). Sin restablecerse la pluralidad de partidos políticos (si bien ésta tampoco se prohibía en esa ley fundamental, ni en ninguna otra), se institucionalizaba un sistema parlamentario clásico (incluida la división de poderes legislativo, ejecutivo y judicial).

En realidad, la constitución soviética de 1936 es un paradigma de lo que los comunistas habían llamado hasta entonces `república democrático-burguesa', y concretamente una de índole parlamentaria, con cuatro particularidades:

  1. el reconocimiento de los derechos de bienestar (que hasta 1946 seguirán ausentes de todas las demás constituciones del mundo, salvo algunos reconocidos por la mexicana de 1917, por la española de 1931, por la alemana de Weimar [1919] y por la irlandesa [1937]);
  2. la institucionalización del partido comunista como una entidad asociativa revestida de una función pública (lo cual venía a ser incluso una novedad en la normativa constitucional soviética);
  3. la revocabilidad de los mandatarios a iniciativa de un número de electores descontentos de su gestión (lo cual venía a otorgar a su representación un cierto carácter de mandato imperativo);
  4. la colegialidad de la jefatura del estado (desempeñada colectivamente por el presidium del soviet supremo) --si bien este último rasgo lo compartía también la república helvética.

Desde diciembre de 1936, el modelo político oficial del comunismo ruso era, así, el de una república democrática parlamentaria usual con un contenido social (con la restricción de que no se implementó ninguna regulación pluri-partidista).

Después de la segunda guerra mundial, esos mismos esquemas de república parlamentaria se aplicarán, con variaciones, a la normativa constitucional de las nuevas democracias populares del Europa oriental (a veces con la introducción de un pluri-partidismo regimentado, como en Polonia y la República democrática alemana). No se volvió a hablar ya para nada de la destrucción de la vieja máquina estatal (aunque la guerra frecuentemente la había dejado muy maltrecha).

En suma, el movimiento comunista internacional había asumido el modelo parlamentario hasta entonces tildado de `democrático-burgués', con unas particularidades ya menos marcadas cuando también las constituciones occidentales empezaron a reconocer los derechos de bienestar (constituciones francesa e italiana de 1946 y 1947, respectivamente, y luego, poco a poco, las demás; hoy están al menos parcialmente reconocidos en casi todo el mundo, aunque evidentemente no en Arabia saudita, Israel y los Estados Unidos).

Esfumábanse así los reparos contra un modelo político-jurídico como el de la constitución española de 1931. Esa estructura jurídico-constitucional no impedía, sin embargo, la proclamación axiológica del Estado como un poder de trabajadores: igual que la Constitución española de 1931 definía al Estado por ella instaurado como una república de trabajadores de toda clase, la constitución soviética de 1936 dice en su art. 1 que la URSS es un Estado socialista de obreros y campesinos y en su art. 3 afirma que todo el poder pertenece en dicha Unión de Repúblicas al pueblo trabajador de la ciudad y del campo.


§3.-- Republicanismo y lucha antifranquista

Los acontecimientos del exilio no siempre favorecieron un buen entendimiento de los republicanos españoles; produjéronse nuevos zigzags en la política del partido comunista según prevalecieron los puntos de vista de unos u otros dirigentes y según evolucionaban las circunstancias nacionales e internacionales.

Mas los titubeos no sólo afectaban a la dirección; también en la base había una actitud ambivalente. Si, por un lado, un comunista era, por definición, un republicano (¡no iba a apoyar una restauración monárquica!), por otro persistía un malestar que impedía asumir plenamente como seña de identidad propia el alineamiento con la República de 1931, con la República de trabajadores de toda clase; o un escrúpulo que dificultaba el ver en el legado de la II República un patrimonio ideológico propio. Y más aún repuntaba ese escrúpulo entre ciertos cuadros del partido.

Al fin y al cabo --se alegaba-- había sido una República burguesa; además, adoptar la concepción de que se luchaba por restaurar la legalidad constitucional republicana implicaba un abandono de la ideología revolucionaria del marxismo-leninismo, para la cual lo que justifica levantarse en armas contra el poder existente (siempre que haya condiciones razonables para el triunfo revolucionario) es la injusticia del capitalismo, no la configuración particular de tal o cual régimen político.

Prodújose una bifurcación. La dirección del partido comunista (encabezada por Santiago Carrillo --de facto desde 1956 y oficialmente desde 1960) abandonará la lucha por la República, optando por una convergencia de la oposición democrática clandestina con los sectores evolucionistas del régimen para propiciar algún tipo de cambio, lo cual se consumaría en la transición pactada de 1976-79.

Una serie de sectores de extrema izquierda (no todos ellos procedentes de las filas del partido comunista) optarán por la lucha armada y la ruptura política (aunque sin ninguna idea clara de qué estrategia se seguiría). En esta segunda rama surgida de la bifurcación se situó el autor de estas páginas, a la edad de 19 años (1963).

Nuevamente en el interior de esas organizaciones se volvió a plantear el mismo problema: ¿éramos republicanos? ¿Republicanos de LA República, o sea de la República legal, constitucional, de la República de trabajadores de toda clase? ¿Enarbolaríamos la bandera tricolor?

En aquellos años (1964 y siguientes) quienes nos definíamos como republicanos éramos una minoría dentro de una minoría dentro de una minoría. Para la mayoría el problema volvía a lo de siempre: la lucha burguesía/proletariado; que la forma de gobierno fuera republicana o monárquica era accesorio --y, a la postre, constituía un dato epidérmico de la superestructura política.

No es que esos camaradas abogaran por la posibilidad o la viabilidad de un poder proletario de forma monárquica (a tanto no creo que llegaran, o al menos dudo que se lo hayan planteado nunca en tales términos); mas sí pensaban que, en el fondo, daba igual que el estado burgués, fuera el que fuese, tuviera una forma de gobierno monárquica o republicana. Consecuentemente, retomar la bandera tricolor les parecía impropio de revolucionarios proletarios; oponíanse también a introducir cualquier vocablo `republicano' en la terminología política (se abogaba por una `democracia popular', sin precisar si sería monarquía o República).

En lo tocante a qué bandera sería la de movilización, había oscilaciones. Aunque suene raro, no faltaba (entre algún dirigente radicalmente archirrevolucionario) la inclinación a la bandera rojigualda borbónica, para distanciarse así de la aventura republicana de 1931, a la que se veía como un hecho histórico superado. Otros no consentían en más estandarte que la roja bandera del proletariado («la roja bandera que nos guiará, por la senda del trabajador, hacia el soviet redentor, que un mundo nuevo ha de forjar, con el martillo y con la hoz»).

Lo que, como por ensalmo, hizo desvanecerse toda esa elucubración, barriendo todos esos escrúpulos, fue la lucha de masas. Cuando llegaron las manifestaciones estudiantiles y obreras de 1968, 1969, 1970, y años sucesivos, en las cuales se enarbolaban banderas tricolores (que uno se pregunta de dónde habían salido); cuando el lema de `República' empezó a aparecer por aquí y por allá; cuando todo eso pasó, olvidaron súbitamente sus remilgos puristas los soñadores de la revolución proletaria abstracta --a pesar de que los acontecimientos del mayo francés (de 1968) los empujaban, de nuevo, en la dirección errónea, la de volver a concebir la revolución española meramente como una parte de esa imaginada generalización del octubre ruso a todo el planeta (o, para ellos, a toda Europa).

Para unos sería por oportunismo, para otros por convicción, para otros más porque el viento soplaba ahora de ese lado (y ya se sabe que Vicente tiende a pensar como piense la gente --aquella gente que forma el entorno relevante para cada uno). En esos últimos años 60 y los 70 la consigna de la República y de la legalidad constitucional republicana se asumió con gran amplitud, y fue un distintivo frente a la transición continuista pactada en las alturas con el apoyo del partido comunista oficial.


§4.-- Vigencia del republicanismo solidario

Pues bien, hoy, al finalizar el año 2006, todas esas discrepancias no han desaparecido. Fueron ya superadas, desde luego, las conceptualizaciones teóricas en las que se inscribían tales debates en los años 30 (y --ya un tanto desfasadamente, en decenios posteriores). Ya nadie piensa en abordar las cuestiones de hoy con un análisis de las etapas de la revolución pendiente. Sin embargo, los mismos esquemas profundos siguen inspirando los planteamientos ideológicos y políticos.

Entre los disconformes con las injusticias del sistema hoy reinante sigue prevaleciendo (aunque ya no suscite ni tanta ni tan unánime adhesión) la teoría marxista, según la cual el Estado es una superestructura política de las sociedades divididas en clases antagónicas cuya tarea consiste en reprimir a la clase opuesta, por lo cual el auténtico dilema es el que enfrenta el poder estatal proletario y el burgués-capitalista, al paso que es insustancial la cuestión de las formas de gobierno de ese poder.

Frente a ese punto de vista, que juzgo profundamente equivocado, abogo por un enfoque al que, de buena gana, llamaría `republicanismo' si no fuera porque con ese vocablo suelen designarse hoy concepciones con las cuales tiene poquísimo que ver. Alternativamente podemos aplicarle otros rótulos: `republicanismo solidario', o `populianismo', puesto que su característica es la de ser partidario del pueblo (podría llamarse también `populicismo' o `publicismo' por defender los bienes públicos, o sea los bienes «popúlicos», bienes del pueblo).

Sus fuentes son, más que el marxismo, el socialismo de cátedra de la escuela histórica de economía política alemana, el solidarismo francés (León Duguit, Georges Scelle), el colectivismo de Joaquín Costa, el fabianismo inglés y, sobre todo, la práctica real, la evolución efectiva de los Estados modernos, que --bajo el influjo no reconocido del desafío soviético-- han ido pasando gradualmente del capitalismo --al que siguen nominalmente adheridos-- a un Estado del bienestar, que de hecho es un sistema en gran medida no-capitalista.

En la óptica del populianismo, el Estado (en latín Res Pública, o sea Res Popúlica), en lugar de ser un aparato de represión, es la propia sociedad organizada (el pueblo o pópulus), cuya dirección viene encomendada a unos órganos de poder cuya misión preponderante no es reprimir conductas prohibidas sino establecer y hacer funcionar los servicios públicos: lonjas y abastos, puentes y carreteras, unidades de salvamento y alcantarillas, hospitales y colegios, faros y vías férreas, museos y correos, acueductos y canalizaciones, bibliotecas y líneas de transporte público, etc.

No se trata de derribar el Estado existente (ni, menos aún, de crear unas imaginarias condiciones para su paulatina extinción, lo cual es una pura quimera), sino de buscar las formas de gobierno apropiadas para que el Estado cumpla mejor esa tarea de organizar los servicios públicos en beneficio de toda la sociedad (y, en último término, de toda la humanidad).

De esas premisas se van a seguir dos conclusiones:

El régimen impuesto en 1936-39 al pueblo español era una tiranía ilegal. La transición de 1976-79 no fue legal ni a tenor de la legalidad anterior (la de la II República) ni siquiera a tenor de la normativa imperante de facto en ese período en España, la de las «leyes fundamentales del Reino», o sea aquella con arreglo a la cual habían sido convocadas y actuaron (aunque extralimitándose en sus atribuciones legales) las cortes bicamerales de la transición (con un senado borbónico de quinto regio).

Lo que bajo el franquismo justificaba la revolución en España (o --mejor dicho-- la hubiera justificado de haber sido posible) era el carácter excepcional del régimen, una sanguinaria tiranía implantada por la destrucción violenta de la legalidad republicana.

Lo que justifica seguir rechazando hoy el producto de la transición es que no tuvo legalidad, no se ajustó a ninguna de las dos presuntas legalidades, y que ha hecho tabla rasa de la legalidad republicana, como si no existiera.

Dicho todo lo anterior, no creo que mis supuestos doctrinales hayan de ser forzosamente compartidos por quienes encuentren algún mérito o valor en la argumentación del panfleto adjunto.

Me percato de que esos argumentos les suscitan dificultades a los adeptos de la teoría de la extinción del Estado y del carácter superestructural y esencialmente represor del mismo; mas espero que --aun dentro de tales esquemas-- mis razonamientos sirvan para quebrantar algunos dogmas. Aunque fuera verdadera esa teoría, habría de matizarse y flexibilizarse para no desembocar en la conclusión de que, a la postre, la forma de gobierno prácticamente da igual o es irrelevante --con lo cual la eventual adhesión a la causa republicana se rebajaría a una postura meramente táctica.


§5.-- El verdadero significado de la República de trabajadores de toda clase

Para terminar este comentario, voy a abordar dos cuestiones. La primera gira en torno a la consigna de `República de trabajadores de toda clase'. Algún historiador ha considerado que era una consigna demagógica, porque esa proclamación de España como una República de trabajadores de toda clase no comportaba, en el articulado de la Constitución, ninguna medida excluyente de los no-trabajadores. Y es que no se establecía, un sufragio censitario al revés (del cual sólo podían disfrutar los trabajadores, excluyéndose a los explotadores, como se hizo en la Rusia soviética de 1917-36). Por ende, la proclamación sería jurídicamente vacua e inefectiva.

Respondo que una proclamación de ese tenor tiene el carácter de un pronunciamiento axiológico. Los valores reconocidos en el ordenamiento jurídico son también normas vinculantes, aunque tengan menor concreción que las reglas o preceptos ordinarios. Esos valores marcan una pauta hermenéutica de obligado cumplimiento para interpretar los demás preceptos legales.

Que España sea una República de trabajadores indica que el legislador tiene la obligación de legislar en beneficio del pueblo trabajador y que, por consiguiente, son anticonstitucionales las leyes contrarias a ese beneficio, igual que es anticonstitucional no promulgar nuevas leyes que vayan mejorando la suerte de los trabajadores.

También indica que los jueces han de atribuir a las leyes y a los tratados internacionales suscritos por España el sentido más favorable a los intereses de los trabajadores.

Por último, indica que, en las colisiones normativas, ha de considerarse de aplicación preferente aquella norma que más favorezca a los trabajadores y a que España sea un país de trabajadores.

Por otro lado, la acusación de `demagogia' la dejo de lado, porque nadie ha explicado en qué consista eso (salvo que se da por sentado que demagogia es siempre lo de los demás, no lo de quien endilga el calificativo). Haciendo un recuento de todo aquello a lo que se ha tildado de demagógico, vemos que no hay propuesta valiosa o justa que no haya sido calificada así por sus adversarios; es nulo o vacuo el máximo común denominador de las propuestas así descalificadas.

Otro reproche a la proclamación de España como República de trabajadores de toda clase ya lo he evocado más arriba: adúcese que no hay trabajadores de todas las clases sociales. Es de destacar la --entre malévola y torpe-- desfiguración que se comete a veces al decirse que la Tricolor era una «República de trabajadores de todas clases» (o «de todas las clases»).

El singular no estaba por azar en la pluma de un gran jurista como D. Luis Jiménez de Asúa. Lo que está diciendo la proclamación constitucional de 1931 es que España es una República de trabajadores, y que un trabajador puede serlo de una clase u otra, de una índole laboral u otra: puede ser un desempleado (o sea alguien que aspira a vivir de su trabajo, que es vocacionalmente trabajador) mas al que las condiciones injustas del mercado laboral no le brindan una ocasión propicia para cumplir su propósito; puede ser un trabajador manual; puede ser un trabajador intelectual; puede ser un trabajador por cuenta propia o por cuenta ajena. No es trabajador (o lo es marginalmente) aquel cuyos ingresos esenciales no provienen del trabajo propio (autónomo o heterónomo), sino del ajeno --que es, sin duda, lo que les sucede a los latifundistas y banqueros, y a otros también.

Esa proclamación axiológica no resuelve, ni pretende resolver, todos los problemas interpretativos, como la determinación del alcance subjetivo y objetivo del valor del trabajo. No los resuelve nuestra Constitución republicana de 1931 ni ninguna otra. Ni tienen por qué resolverlos, ya que eso ha de dejarse a las variables pautas exegéticas de la sociedad en su evolución, del pueblo, del legislador ordinario y de la jurisprudencia.


§6.-- ¿Han de enumerarse las secesivas Repúblicas?

La segunda y última cuestión final que voy a abordar es el problema de la enumeración de las Repúblicas. Quienes lanzan el eslogan de una tercera república lo hacen con la mejor intención del mundo (no me cabe duda), mas implícitamente su mensaje es el de que la II República es algo del pasado, carente de vigencia en el mundo de hoy; o que fracasó y periclitó.

Ahora bien, al proclamarse la República en 1931 no se proclamó `la segunda República'. Ni nadie estaba luchando en la España de los años precedentes «por la segunda república» ni por «una segunda república», sino sencillamente por la República a secas. El que en nuestra Patria ya se hubiera proclamado una primera vez la República el 11 de febrero de 1873 no determinaba que la proclamación del 14 de abril de 1931 fuera la de una determinada República, la segunda, al paso que en 1873 se habría proclamado la primera República. No es así: jurídicamente es la misma proclamación, la de la República a secas. (Igual que la proclamación de la monarquía --1876, 1947-- no es la de la enésima monarquía; ¿sabe alguien en qué monarquía estamos ahora, si en la octava o en la undécima?)

La constitución (que no se llegó a promulgar) de la primera República era muy distinta de la que se promulgó para la segunda, aunque el acto de proclamación es previo a la Constitución. La primera República quiso ser federal; la segunda fue unitaria.

Cuando se produzca una tercera proclamación de la República no tiene por qué ser la de una tercera República. Ni siquiera tiene que innovar en lo tocante a la constitución. Puede adoptar la constitución (no-promulgada) de la primera (adaptándola), o la de la segunda, o una tercera.

Ni tampoco un cambio de constitución implica el fin de una República y el surgimiento de otra (salvo para fines pedagógicos o de vulgarización). Carece de fundamento jurídico hablar de Repúblicas sucesivas en un país porque se reemplace una constitución por otra (mala costumbre francesa --repudiada por los juristas-- que habla de una IV República, 1946-58, y una V, 1958 hasta hoy; de valer ese procedimiento, habrá de aplicarse también a las monarquías, con lo cual en la España decimonónica habría habido 12 monarquías, aunque sólo seis reinados).

Aunque hubiera que enumerar, no existe regla alguna que obligue a adoptar el numeral inmediatamente siguiente, como si las Repúblicas hubieran de adoptar las costumbres enumerativas de las dinastías (Fernando VII, Fernando VIII y así sucesivamente). Una nueva República, si ha de llevar un numeral, llevará el que el pueblo decida. Podemos pensar que la tercera República fue la que no logró prosperar en el largo período que se abre con la derrota popular de 1939, y que ahora le toca el turno a la IV; o tal vez optar por otro número más bonito o más redondo (quizá la sexta República, porque el número 6 es perfecto).

Toda esa cuestión es terminológica e insustancial, pero tiene su importancia. Si lo de `lucha por la III República' sólo se entiende como `lucha por una tercera proclamación de la República es España', ¡bien! Nada que objetar. Mas, cuando se sobreentiende que sería otra República, ¡malo!

¿Qué se quiere colar con esa tercería? ¿El senado? O sea, ¿el régimen bicameral, con una cámara territorial que siga siendo el baluarte de los cacicazgos y de las satrapías regionales? ¿O tal o cual aportación de la constitución de 1978, como la no-renuncia a la guerra, el no-reconocimiento del derecho de emigración e inmigración, la parcial transferencia de soberanía a entelequias supranacionales, la irreversibilidad de la autonomización regional y así sucesivamente?

Sé que muchos, sincera y honestamente, anhelan una «tercera República», aunque no querrían senado, ni están en contra de los derechos de emigrar e inmigrar, ni quieren que la guerra persista como una legítima opción de política exterior. Mas esa consigna de «la» o de «una» tercera República deja abierto todo eso y más.

En cambio la restauración de la República (o sea de la República configurada en la Constitución de 1931) elimina tales desagradables perspectivas, aunque deja abierta la posibilidad de que las generaciones futuras opten por lo que les dé la gana, ya que una generación no puede obligar a las que vendrán después.

Creo, pues, que hoy conserva su validez la adhesión a nuestra República, la República Española proclamada en 1931. Cuando se restaure, tiempo habrá de enmendar su constitución o, si lo desea el pueblo español, reemplazarla por otra enteramente nueva y esperemos que mejor.

Cuando, en 1820, la revolución encabezada por Rafael del Riego derrocó la monarquía absoluta de Fernando VII, no faltaban quienes querían una nueva constitución, una nueva monarquía constitucional, no la de 1812. Mas había una razón decisiva a favor de la de Cádiz: ésta estaba ahí, podía reclamar para sí un estatuto jurídico de legalidad y de vigencia de iure y no abría en el panorama ninguna incógnita; la constitución democrática de Cádiz había establecido un parlamento de una sola cámara, de elección popular. Se impuso, y tenía que imponerse (aunque la segunda invasión francesa destruyera, en 1823, nuestras libertades, implantando de nuevo la monarquía absoluta de la casa de Borbón en España, a la que seguirían regímenes liberales bicamerales, hasta 1931).

Salta a la vista la analogía con la situación actual. Adjunto ahora el panfleto que he venido comentando.


¡Viva la Tricolor!
Por la República de Trabajadores de toda clase

Madrid, 6 de diciembre de 2006
España roja, amarilla y morada

Las formas de gobierno no son indiferentes por dos razones. La primera razón es que hay ya un valor intrínseco en la forma de gobierno republicana y un desvalor en la monárquica. La segunda razón es que entre la forma de gobierno y los contenidos existe una correlación, aunque no sea absoluta.

La primera razón, el valor intrínseco de la forma republicana, estriba en que en una monarquía (sobre todo en una dinástica y hereditaria) hay dos clases de individuos humanos: la una es un conjunto de un solo miembro, el soberano; la otra abarca a los demás: los súbditos. El soberano lo es por un título inherente a su nacimiento, ejerciendo su prerrogativa regia de por vida. En algunas monarquías, como la española actual, el soberano está investido de amplios poderes políticos (puede vetar leyes y decretos, preside la Junta de Defensa Nacional, puede rehusar el nombramiento de un jefe de gobierno o de sus ministros y ostenta la suprema potestad arbitral en caso de conflicto entre diversas instituciones públicas). Aun sin esos poderes, su suprema dignidad vital y ontológica hace de él un ser superior y convierte a su dinastía en una casta privilegiada, la de los titulares de un derecho a reinar, al paso que los demás tenemos el deber de dejarnos regir, de soportar el trono que se yergue sobre nosotros.

La segunda razón para optar por una República es que la forma de gobierno no es indiferente al contenido. No puede haber una monarquía progresista, socialmente avanzada, que se alinee con los pueblos del mundo en su lucha por la igualdad social y contra el imperialismo, ni una monarquía que promueva la hermandad universal de los seres humanos. No puede haberla porque el monarca --ya detente poco o mucho poder-- estará ahí para impedirlo, puesto que su corona depende del mantenimiento de un sistema de desigualdad innata y hereditaria, de un régimen de privilegios, incompatible, por principio, con los derechos humanos.

No vale el presunto contraejemplo de Suecia, por varios motivos, entre otros que ese reino es un eslabón de la cadena imperialista, un puntal del occidente sojuzgador y sanguinario; se desmoronó hace tiempo el mito del supuesto modelo sueco. La administración monárquica de Estocolmo puso fin ya hace años a las poquitas cosas buenas que había hecho en algún momento; y allí, como corresponde a una monarquía, las cosas vuelven a su cauce, a los privilegios de la oligarquía financiera y un alineamiento con el llamado `mundo libre' (indirectamente con la NATO, llegando al extremo de participar en los grupos de combate de intervención rápida de esta organización agresiva, y de tener tropas en Kosovo y en Afganistán).

¿Cuántos países del mundo son monarquías? Muy pocos; uno de cada diez aproximadamente. Sin embargo, entre los que han enviado tropas auxiliares para respaldar la criminal agresión y ocupación de Mesopotamia por el imperialismo yanqui, la mitad son monarquías: los reinos de Dinamarca, Inglaterra, Holanda, Noruega, Australia, Nepal, Japón, Tailandia, Canadá (aunque camufladamente), España (aunque por breve tiempo), además del apoyo militar de la monarquías árabes: Jordania, las petromonarquías del Golfo y Marruecos. Es un ejemplo. Si hacemos una estadística de cómo se reparte el voto en la ONU y comparamos el porcentaje de monarquías y de Repúblicas, comprobaremos que, efectivamente, sí se da una correlación. Monarquismo es reaccionarismo.

Por ambas razones es mejor la República que la monarquía. Y lo es independientemente de que en la República prevalezca durante un tiempo una u otra política. No por ello va a sernos indiferente abogar por una República o por otra. Ni mucho menos.

En el caso de España, ha sido el propio pueblo español el que ha escogido su República, el 14 de abril de 1931: una República unitaria de trabajadores de toda clase; una República con justicia social, que, con la Constitución de 1931, alcanza un equilibrio entre las reivindicaciones de reforma social y las aspiraciones individuales de libertad, con unas instituciones flexibles, basadas en el centralismo democrático, para permitir uno u otro caso excepcional de autonomía regional limitada (y además reversible), en el marco de una España solidaria, fraternal, pacífica, inclinada a la unión de los pueblos hispánicos y a la hermandad universal.

Por esa Constitución luchamos. No queremos una incógnita; ni vamos a apoyar un engendro. Queremos la Tricolor. Queremos la República democrática y unitaria de trabajadores de toda clase. Queremos la misma II República por cuya salvación y por cuyo restablecimiento han luchado y han muerto centenares de miles de combatientes patriotas del pueblo español, desde 1936.


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Director: Lorenzo Peña