CONSIDERACIONES SOBRE LA BANDERA TRICOLOR

por Lorenzo Peña


Es de formación histórica muy tardía la noción moderna de bandera --especialmente de bandera nacional. Ciertamente en la historia humana de los últimos milenios se han usado diversos símbolos, particularmente militares. No se produjo hasta probablemente el siglo XIX la utilización de símbolos para representar, más abstractamente, a las naciones. Los ejércitos necesitaban símbolos, para identificarse en el combate y para aunarse frente al enemigo, mas los civiles que viajaban de un lado a otro no habían menester de ningún distintivo nacional para nada (aparte de que tampoco existía una noción de nacionalidad o ciudadanía en el sentido actual, que viene probablemente del siglo XVIII, si bien eso no excluye que hubiera vínculos más laxos, más difuminados, entre un particular y un poder soberano que se ejerciera en un territorio).

De los símbolos y distintivos que se han usado en la historia, las banderas o estandartes de tela coloreada parece que no se emplean hasta la edad media --y tal vez hacia el final de la misma--, aunque ya antes se usaban escudos con diversos colores y figuras. Parece que hasta entonces había sido más frecuente el uso de símbolos tridimensionales, como las águilas romanas. En cualquier caso, hasta la formación del moderno derecho internacional o interestatal público --que, como tantas otras cosas, es una invención del siglo XIX, aunque tenga todos los precedentes que se quiera--, no había banderas en sentido actual. (De todos modos, hay que reconocer que todos esos asertos son un tanto conjeturales, porque en general no se han conservado esos símbolos, de material a menudo perecedero.)

Tampoco necesitaban símbolos nacionales los embajadores. Los reyes de las Edades media y moderna se identificaban ante todo con las coronas que regían, no con los territorios colocados bajo su cetro. El Rey de Inglaterra se proclamaba también rey de Francia (hasta 1803), y el Rey Católico, aunque informalmente denominado `rey de España', era oficialmente `rey de Castilla, de León, de Aragón, ..., señor de Molina, duque de Atenas y Neopatria ...' (y un largo etcétera, donde se incluían territorios que sólo episódicamente habían estado bajo el poder de sus antepasados). El embajador del rey Católico en Versalles o el del Rey Cristianísimo en Aranjuez no ostentaban, si acaso, más distintivos simbolizadores que los de la dinastía, que en el siglo XVIII era la misma a ambos lados de los Pirineos.

Nuestros Borbones usaban como color distintivo el blanco con la flor de Lis, o sea el mismo que el color de la bandera de los ejércitos del rey de Francia (emblema de la dinastía capeciana, en sus diversas ramas). Junto con ello, valíanse también, como enseña, de una cinta bicolor, dividida en tres franjas alargadas (los lados azul celeste, y la franja central blanca), que usaban en bandas y fajines, que se pueden ver en los cuadros del Museo del Prado (p.ej. `La familia de Carlos IV' de Goya).

Pero Carlos III --antes de venir a reinar en España a la muerte de su medio hermano Fernando VI-- había sido rey de Nápoles y las Dos Sicilias (más antes había sido duque de Parma, Plasencia y Toscana; tales señoríos dinásticos eran el fruto de la política iniciada por Felipe V y el cardenal Alberoni para imponer en el trono de diversos principados italianos a hijos de ese monarca y de su segunda mujer, Isabel de Farnesio, que tenían la desgracia de no poder heredar España por existir dos vástagos varones del rey y su primera mujer, María Luisa de Saboya; felizmente para los hijos de la Farnesio, pronto murieron sin descendencia esos dos medio-hermanos suyos, Luis I y Fernando VI).

En ese reino de Nápoles había hallado blasones y gallardetes que disponían de diversos modos el pendón catalano-aragonés, las barras, o sea los colores amarillo y rojo, con predominio del último. Por qué se usaba ese estandarte en Nápoles está claro: era uno de los muchos vestigios de la pertenencia histórica del reino de las dos Sicilias a la casa de Aragón. Y de ahí surgió el empleo de una bandera de la real marina napolitana con esos colores.

Llegado a Madrid --a cuyo pueblo el monarca nunca pudo soportar, y que le devolvió el desafecto con el motín de Esquilache--, su esposa, la reina sajona Doña María Amalia, suspiraba por el cálido Nápoles que había dejado atrás la real pareja. Y (entre esos recuerdos de familia que, en una nueva residencia, nos traen la añoranza de otros lugares y otra fase de nuestra vida) el déspota presuntamente ilustrado se engolosinó con esa idea de imponerles a sus buques de guerra los colores catalano-aragoneses que nos venían por conducto siciliano. (También ese rey impuso --pero no como himno nacional, que no existía, sino como música palaciego-militar-- la marcha granadera, alias `marcha real', que le regaló su colega prusiano, Federico II.)

Así que no resulta extraño que, en rigor, hasta el siglo XIX no hubiera, ni en España ni en casi ningún sitio, algo que podamos llamar `bandera oficial' o `bandera nacional' en sentido moderno. (Eso no quita para que ya en siglos anteriores --y especialmente desde fines del siglo XVIII-- se vaya haciendo más frecuente el uso de rectángulos de tela divididos en franjas de ciertos colores como enseñas militares, que poco a poco pasaron a ondear también en edificios civiles y a representar a los respectivos Estados. Pero la consolidación de esa tendencia, antes vaga, vino con la revolución liberal en el siglo XIX.)

No permaneció constante en todos sus detalles la bandera encarnada y amarilla que impuso --a título de bandera nacional de España-- el gobierno progresista de 1843. Así no sucedió siempre que el ancho de la banda central, de color amarillo u oro, fuera el doble del de cada una de las bermejas. A veces fueron de igual ancho, o sólo ligeramente más gruesa la central. Tampoco estaba oficializada la tonalidad exacta de esos colores. E incluso a veces se disponían las tres franjas verticalmente. (El lector que tenga curiosidad puede consultar grabados de la época, insignias y estandartes conservados en el Museo del ejército y portadas de ediciones de libros del siglo XIX y comienzos del XX, como los Episodios nacionales de Pérez Galdós.)

Cabe recordar que el color morado --aparte de que simbolice, histórica o legendariamente, a Castilla (de lo cual es testimonio su actual oficialización en la bandera regional de la llamada `autonomía de Castilla y León')-- se empleó como bandera de la libertad en el trienio constitucional, 1820-23, y a ese Pendón Morado está dedicada una de las canciones liberales de la época, que hemos incluido en nuestra edición discográfica España y Rusia Roja.

A nuestros republicanos federales de la segunda mitad del siglo XIX les parecía equitativo sumar, a los dos colores que venían del pendón catalano-aragonés, el tercer color, el castellano. Pero el pueblo republicano tomó la bandera tricolor y se olvidó del federalismo, siempre escasamente popular entre nosotros; así pasó a ser un símbolo de la España popular antimonárquica, de suerte que espontáneamente las masas la izaron por doquier los días 14 y 15 de abril de 1931. El gobierno provisional republicano tenía que acatar ese designio popular espontáneo, y así lo hizo. Pocas cosas en la historia han tenido un origen tan espontáneamente de masas como aquel cambio de enseña.

La bandera tricolor --roja, amarilla y morada-- es la que escogió e impuso el pueblo español. Ilegalmente el monárquico Franco, durante la guerra civil, restableció la bandera bicolor, como símbolo del aplastamiento del pueblo español y de sus legítimas instituciones republicanas. En el cuatrienio 1975-79 la transición pactada en las alturas --en eso como en muchas otras cosas-- consagró una continuidad del legado franquista, pese a ciertos retoques.

¿Cómo será la futura bandera republicana? Cada cual es muy dueño de tener sus preferencias. Es dudoso que deje de ser significativo el hecho de que desde 1931 la bandera tricolor --roja, amarilla y morada-- ha simbolizado la libertad, la legalidad constitucional, la España del progreso y del trabajo, al paso que la bicolor ha sido, para el vencido pueblo español, el símbolo del durísimo yugo bajo el que ha tenido que vivir durante más de siete lustros y de esta España palaciega postfranquista que quiere heredar y continuar buena parte de la orientación del sistema del que procede, tanto en la política interna como en la externa. En cualquier caso, los pueblos hacen la historia, y no la hacen según esquemas preformados o guiones redactados por visionarios. ¡Ya se verá!

Si me es lícito --y si tiene sentido-- expresar mis propios gustos, serían los de --en conformidad con el, teóricamente más suave, espíritu de los tiempos-- matizar esos tres colores, acercando el rojo al rosa, el dorado al amarillo verdoso, y el morado al malva o lila; colores menos masculinos, menos fuertes o violentos, más femeninos, más tenues, más blandos. ¿Habrá alguien que se haga eco de una propuesta así --tal vez una peregrina y extravagante ocurrencia?


Madrid. 2001-05-12


Lorenzo Peña eroj@eroj.org

Director de ESPAÑA ROJA

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